Halloween Love - Capítulo 2

 



Halloween Love

Por: Dirk Kelly




Hay presencias que no se ven, pero que se sienten en el aire, como una respiración ajena muy cerca del oído. No siempre son hostiles… pero nunca son del todo humanas.”
— Algernon Blackwood, de The Listener (1907).




Capítulo 2: El bosque y el brujo


El 5 de octubre amaneció con una niebla espesa que cubría los bosques de Prescott como un velo de seda. Las hojas caídas crujían bajo las botas del equipo de producción de Love Lub, que se instalaba en el patio de una de las cabañas del resort con cámaras, luces y disfraces de Halloween. Todo estaba listo para continuar la campaña: sensualidad con humor, deseo con guiños estéticos, y Arnold Vega como el centro magnético de cada toma.


Arnold llegó temprano, caminando desde su acogedora cabaña por el camino serpenteante entre los árboles. Al llegar, una vez más, el aire frío le acarició la piel, y por un momento se quedó quieto, observando el paisaje. Las cabañas eran de madera oscura, con techos inclinados y chimeneas humeantes. El lugar parecía sacado de un cuento celta, con musgo en las piedras y ramas que se entrelazaban como dedos.


Su cuerpo, cubierto solo por una camiseta, chaqueta de denim y pantalones deportivos, parecía desafiar el clima. Musculoso, definido, con una postura que combinaba fuerza y serenidad, Arnold caminaba como si el bosque lo reconociera. Su rostro, de mandíbula marcada con barba y bigotes rubios cenizos cuidadosamente recortados y su mirada azul intensa, tenía una expresión más suave que de costumbre. Algo en él había cambiado desde los sueños. Algo que no se podía nombrar, pero que todos notaban aún como desde el primer día.


—Estás más… radiante hoy—le dijo una de las fotógrafas, ajustando el lente.


—¿Sí? —respondió Arnold, con una sonrisa que no era arrogante, sino curiosa.


Las primeras tomas fueron en la entrada de una cabaña, con Arnold disfrazado de vampiro moderno: capa abierta, torso desnudo, pantalones ajustados, y una calabaza tallada a sus pies. Luego vino el disfraz de entrenador zombie, y después el de demonio del gimnasio. Cada imagen salía perfecta. Pero lo que más intrigaba al equipo era su energía. No era solo físico. Era algo más profundo. Más magnético.


Esa noche, Arnold se quedó solo en su cabaña. La chimenea crepitaba, y el bosque afuera parecía susurrar. Se acostó sin ropa, como siempre, y cerró los ojos. El sueño llegó rápido.


El fantasma del brujo, con su apariencia de peregrino extraviado entre los siglos, apareció de nuevo. Esta vez no emergió de las sombras, sino de una luz tibia, casi líquida, que parecía respirarlo. Su rostro era el de un hombre algo joven, rústicamente bello, con barba y bigote negros, pero sus ojos… sus ojos eran antiguos como la memoria del bosque. Se acercó a Arnold sin miedo, con la gravedad de quien ya había amado en otra vida. No lo tocó con las manos: fue su mirada la que lo desnudó con ternura, lo recorrió con la lentitud de un amante que no busca posesión, sino comunión.


Arnold sintió que todo su cuerpo —ese cuerpo fuerte, trabajado, humano— se estremecía ante una caricia que no venía del mundo material. El sueño se volvió intensamente carnal, pero tambien había algo que lo satisfacía espiritualmente; fue deseo cubierto de luz, placer pronunciado con reverencia. Las fronteras entre espíritu y carne se disolvieron, y el aire mismo pareció gemir entre ellos. 


Cuando Arnold despertó, la aurora teñía de azul las paredes. No sintió culpa ni miedo, sino una paz inquietante, un eco de algo sagrado que había habitado su piel. En su respiración, en su pulso, en el temblor íntimo de su sexo, aún quedaban vestigios del éxtasis recién vivido... y la certeza, misteriosa y dulce, de que aquello volvería a buscarlo.


Al salir al porche, vio una figura entre los árboles. No era sueño. Era real.


—No temas —dijo el hombre, con voz suave—. Soy Elías Thorne, brujo de tradición celta. Vine con los peregrinos buscando libertad. Encontré muerte. Pero aquí, entre mis descendientes, soy guardián. Y tú… tú eres un huésped especial.


Arnold no respondió. Solo lo miró.


—Tus sueños no son castigo. Son revelación. Tu deseo no es confusión. Es expansión.


El brujo se desvaneció entre la niebla, dejando solo el eco de sus palabras.


Arnold volvió a entrar. Se miró en el espejo. Su rostro seguía siendo el mismo, pero su reflejo tenía otra luz. No era solo belleza. Era aceptación.


Y mientras el equipo de Love Lub aún dormía en otras cabañas, Arnold continuó escribiendo en su diario. No sobre rutinas, ni marcas, ni seguidores; sino sobre lo que temblaba dentro de él. Lo que anhelaba. Lo que, en el fondo, era. Afuera, la noche se mantenía suspendida, húmeda y azul, como si el lago contuviera un secreto que solo él podía oír. Entonces lo comprendió: todo ese tiempo había estado en el porche, hablando con Thorne —el brujo, el fantasma, el amante imposible— completamente desnudo, tan expuesto como el alma en la confesión. Y sin embargo, no había sentido frío. Había sentido una calidez viva, casi humana, rozándole la piel con la ternura de una presencia invisible.


Levantó la vista del cuaderno, y por un instante creyó verlo otra vez, apoyado contra el tronco del viejo pino, con esa media sonrisa que parecía prometer un regreso. El aire olía a madera húmeda y deseo. Arnold dejó la pluma sobre la página abierta, y al cerrar los ojos, juró que unas manos —firmes, masculinas, ardientes— lo abrazaban desde la nada, reclamándolo suavemente hacia la oscuridad.


Continuará...




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