La Maldición de la Rosa Carmesí - Capítulo 1.

 


La Maldición de la Rosa Carmesí.


Capítulo 1: El mozo de los ojos de mirada penetrante.


Castillo Karnstein, Yorkshire, Inglaterra.

Primavera de 1785.


La primera vez que Lady Christine Karnstein vio a Derek Van Der Westhuizen fue desde la galería del ala este, donde colgaban los tapices flamencos y la luz del sol filtraba su oro entre los vitrales antiguos. Él acababa de llegar, el carruaje con el escudo familiar aún crujía en el empedrado del patio. Sostenía la maleta de cuero con una sola mano, sin esfuerzo. Su cuerpo era como de mármol tallado, los hombros anchos, el andar felino y firme como si el mundo no pudiera derribarlo.


Christine no podía apartar los ojos. Algo en él la desnudaba, como si su sola presencia supiera quién era ella más allá de los vestidos, de los modales, de las sonrisas. Él levantó la vista hacia donde ella lo observaba... y la miró directamente. Firme. Inmóvil. Como si su destino acabara de colocarse en el centro de su pecho.


—¿Quién es ese mozo? —preguntó Christine, bajando a paso seguro por la escalera curva.


—Van Der Westhuizen —respondió su institutriz retirada y ahora confidente, Madame Brochant—. Su padre era alemán, su madre rumana. Dicen que su sangre es tan noble como la de muchos con título, aunque no tenga ninguno. Tu padre lo ha contratado como cochero y mozo de establo. Aunque, si me preguntas... huele a tragedia y a deseo.


Christine no respondió. La sangre se le agolpaba en la garganta. El corazón galopaba como si presintiera que algo antiguo y prohibido se acercaba.


Esa noche, una cena fue ofrecida en honor del recién llegado. El Conde Karnstein —el célebre Lord Henry— presidía la mesa con su eterna máscara de virtud. Su barba bien recortada, el cabello aún oscuro, los ojos azules con ese brillo seductor que jamás se apagaba, ni siquiera a los cincuenta y cinco. Vestía el luto inglés de viudo con sutil elegancia y disimulaba sus conquistas con discursos de fe y caridad.


—Derek ha sido una recomendación de mi viejo camarada el Barón von Falkenheim —decía, brindando con vino borgoña—. Lo he traído para organizar la parte ecuestre de la finca. Un joven callado, fuerte, y —sonrió con media mueca, lasciva— de entera confianza. Espero que nuestras damas no se escandalicen de tanta virilidad.


Algunas damas rieron, otras bajaron la mirada. Christine lo fulminó en silencio. La hipocresía de su padre era proverbial. Se confesaba al amanecer y fornicaba antes del anochecer.


Fue al final del banquete, cuando el postre de cerezas con nata reposaba sobre la mesa y el vino comenzaba a hacer su trabajo, que Christine sintió el primer golpe del hechizo.


Una oleada de calor le subió por los muslos como una lengua invisible. Un temblor le sacudió la espina dorsal. Su pecho se expandía sin razón. La risa de su prima Elizabeth le pareció distante, el crujido de la vajilla un eco lejano.


Y entonces Derek entró, sin ser anunciado, con la excusa de llevar una carta al Conde. Sus ojos buscaron los de ella. La misma mirada. Fija. Ardiente. Ella sintió como si alguien le desatara el corsé sin tocarla.


—Lady Christine —murmuró él, al pasar junto a su silla. Y siguió su camino.


Su nombre en su boca fue un fuego que bajó directo entre sus piernas.


—Disculpadme —dijo Christine, poniéndose de pie—. Necesito aire.


En el pasillo norte, entre candelabros encendidos y sombras que parecían moverse por voluntad propia, Christine caminaba sin dirección. No sabía si era fiebre, deseo, magia. Su pecho subía y bajaba como si hubiera corrido.


Y fue entonces que lo oyó. Un susurro detrás de ella.


—¿Está bien, milady?


Derek estaba allí, apenas a unos pasos. Ya no era el cochero. Era una criatura surgida de un sueño húmedo. Las sombras le acariciaban los pómulos, su camisa entreabierta revelaba el inicio de un torso digno del Olimpo.


Christine no respondió. Dio un paso. Luego otro. Hasta que quedó a un palmo de él. Y entonces lo tocó.


Su mano, tímida al principio, descansó sobre su pecho. Derek la tomó por la cintura. No se besaron. Aún no. Pero sus alientos se mezclaron como si fueran dos animales atrapados por la misma urgencia.


Y cuando se miraron... supieron.


El hechizo los había unido. Pero no era solo eso. Lo que quemaba en su interior tenía algo más profundo, más puro, más feroz.


Amor.


O algo que se le parecía... con el cuerpo desnudo.



Continuará...

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