La Maldición de la Rosa Carmesí - Capítulo 3.
La Maldición de la Rosa Carmesí.
Por: Dirk Kelly.
Capítulo 3: El cuerpo del deseo.
El tercer día amaneció con una niebla leve sobre los campos de Wycliffe. El sol, aún perezoso, derramaba una luz dorada que acariciaba la superficie del lago, rodeado de árboles y helechos espigados que se mecían como si escucharan los suspiros del bosque.
Lady Christine cabalgaba junto a Derek en un solo corcel, una montura alazana de nombre Titania. Él sostenía las riendas, y ella, envuelta en un vestido azul claro y un corsé ajustado, se aferraba a su torso desnudo. Había insistido en que no llevara camisa. Decía que “olía a bosque”, pero en realidad lo deseaba demasiado como para dejarlo cubierto. Sentía el calor de su espalda contra su pecho, el músculo vivo bajo la piel, el roce de sus caderas contra las suyas con cada trote… y no lo soportaba más.
La silla de montar, a cada vaivén, golpeaba ligeramente sus entrepiernas, sus nalgas, sus muslos. La fricción entre ellos crecía, y el roce involuntario se volvió intencional. Christine movía la pelvis, despacio, apenas, como si el galope le dictara el ritmo. Derek lo notó, claro. Su erección se elevó contra la parte interna del muslo de ella. Jadeó. El hechizo los guiaba sin palabras.
Bajaron al borde del lago. Derek desmontó y la sostuvo con ternura para ayudarla a bajar. Pero cuando sus miradas se cruzaron, ya no había marcha atrás. Ninguno preguntó. Ninguno pensó.
Derek la volteó despacio. Christine, sin una sola palabra, se inclinó sobre el césped húmedo, apoyando las palmas y las rodillas. Su vestido se alzó solo, como obedeciendo a un espíritu lujurioso. La brisa jugaba con su cabello. Sus nalgas, tan perfectas y redondas como los dioses soñaron, se ofrecieron a Derek con majestad obscena.
Él cayó de rodillas detrás de ella.
La acarició primero con los ojos. Luego con la yema de los dedos. Luego, con los labios.
Christine se estremeció cuando sintió su lengua entre sus pliegues húmedos, explorando su centro con devoción. El sonido del lago mezclado con sus gemidos creaba una música indecente.
—Derek… —susurró, su voz como una súplica—. Por favor…
Él se alzó. Su miembro erecto, grueso y firme como mármol caliente, se deslizó entre sus labios inferiores hasta encontrar la entrada cálida y palpitante de ella.
Y la penetró.
De un solo empuje.
Ambos gritaron.
El placer fue inmediato. Doloroso. Glorioso. La fricción, la profundidad, la postura—todo parecía diseñado por una deidad pagana para su unión. Derek embestía con fuerza, sus manos firmes en sus caderas, el cuerpo inclinado hacia adelante para lamerle la nuca entre jadeos. Christine arqueaba la espalda, el rostro contra la hierba, los pechos bamboleándose bajo su vestido aún sin quitar.
No pensaban. No hablaban. Solo se sentían.
Los orgasmos los atraparon una y otra vez, como oleajes, como espasmos que no acababan. Christine temblaba entera. Derek gruñía como un animal herido por el deseo. El calor entre ellos era tan intenso que el lago a su lado parecía enfriarse a propósito.
Cuando todo acabó, cayeron abrazados sobre la tierra húmeda. Se miraron. No rieron. No lloraron. Solo se besaron. Despacio. Como si ya fueran marido y mujer. Como si ya no fueran dos.
Los días restantes del hechizo transcurrieron entre escenarios cada vez más insólitos.
El cuarto día, lo hicieron en la biblioteca, sobre un escritorio de nogal donde alguna vez el Conde firmó tratados políticos. Ella cabalgó sobre él con la intensidad de una jinete poseída, y él le lamió los pechos desnudos con reverencia.
El quinto día, fue en los baños termales de la finca. En el agua caliente, donde Derek la alzó contra la pared de piedra y la hizo suya mientras el vapor cubría sus cuerpos como una niebla cómplice.
El sexto día, en los establos. Entre heno, sobre una manta, bajo la luna llena. Como animales que se aman por instinto, pero con la ternura de quienes ya se han reconocido.
El séptimo y último día, en el lecho de Christine. Donde por fin hicieron el amor con lentitud, con lágrimas, con palabras. Donde ella le susurró que lo amaba. Donde él le prometió que su amor no era un efecto del hechizo. Que su cuerpo estaba rendido, sí, pero su alma era suya. Para siempre.
Y cuando el hechizo se rompió, solo quedó lo verdadero.
~◇~
Desde su estudio, el Conde Henry Karnstein observaba con creciente inquietud.
Había escuchado cosas. Servidumbres que cuchicheaban. Risas que se apagaban al cruzarse con él. Perfumes mezclados. Puertas cerradas con premura. Y sobre todo… la mirada de su hija. Una mirada satisfecha, brillante, peligrosa.
Una tarde, paseando por el lago, creyó ver algo que no debía.
Derek, desnudo, sumergido hasta la cintura, enjabonando sus hombros. El sol lo acariciaba, y sus músculos parecían tallados en fuego. Cuando emergió para salir del agua, Henry lo vio.
Su trasero.
Redondo. Duro. Tenso.
Y algo se estremeció en su entrepierna. Un relámpago. Una erección débil, pero presente.
—Por todos los santos… —susurró. Dio un paso atrás. Luego otro.
Su mente era un torbellino.
—No. No… ella es mi hija… él es… su amante. Su futuro esposo. Maldito seas, Henry.
Pero el deseo estaba ahí. No en forma de amor, no en forma de pasión romántica. Era el eco oscuro de una lujuria que nunca había domado del todo.
Se encerró en su habitación. Se arrodilló. Rezó. Maldijo. Se tocó brevemente, con rabia, solo para detenerse con asco.
—Basta… basta…
Y aún así, en el reflejo del espejo, la imagen de Derek se repetía.
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Muy lejos, en la torre abandonada, la figura encapuchada escribía en un cuaderno con tinta negra.
> Día siete. El hechizo ha concluido. No entre ellos. Entre ellos ha comenzado otra cosa...
> El Conde no bebió. Pero el deseo lo alcanzó igual. Incluso sin ayuda.
> Es mejor así.
Se acarició el rostro bajo la capucha. Sonrió.
> Pronto se enterará. Y entonces… veremos si su moral resiste. O si también se rinde al cuerpo…
Continuará...
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