La Maldición de la Rosa Carmesí - Capítulo 2.

 


La Maldición de la Rosa Carmesí.


Capítulo 2: La copa no tomada.


La cámara del ala oeste estaba envuelta en penumbra. Las cortinas de terciopelo oscuro, cerradas. Una vela alta ardía junto a una mesa baja, donde aún humeaba la mezcla. Hierbas quemadas. Un aroma a canela, cuero húmedo y flores podridas flotaba en el aire. En una copa de cristal rojo—ya vacía—reposaban las huellas de lo que había sido un vino común, transformado por el arte antiguo de la magia roja.


La figura encapuchada, envuelta en una capa de terciopelo negro, observaba desde el hueco secreto en la pared del salón. Veía todo: a los criados, al Conde riendo con sus invitados, y a Lady Christine alzar la copa que nunca debía tocar.


—Maldición... —susurró, sin rabia pero con deseo—. No era para ti, niña.


Las velas parpadearon.


El hechizo, elaborado con sangre de mirto, raíz de dama nocturna, pétalos de rosa carmesí y una gota de semen humano obtenido bajo juramento de deseo, tenía una sola función: desatar la bestia sexual que el Conde Henry ocultaba tras su fachada de virtud. El plan era exponerlo. Humillarlo. Dejarlo reducido a un esclavo de su propio falo frente a la nobleza inglesa.


Porque el Conde era una criatura doble. De día, juez moralista y protector de las costumbres. De noche, amante voraz de viudas, doncellas y—de vez en cuando—de jóvenes, — y no tan jóvenes— mozos, escuderos y pajes. Siempre desde arriba. Siempre el dominante. Nunca la víctima.


La figura encapuchada cerró el puño.


—Pero tu hija... ay, tu hija—. Sonrió entonces, y la sonrisa era húmeda, cruel y excitada. —El hechizo en una virgen del alma... activa su opuesto. No la convierte en una lujuriosa sin rumbo. No. La enciende si encuentra amor real. Solo entonces... el deseo la consume como fuego bendito.


Suspiró, y el aire fue casi un gemido.


—Y lo encontró. ¿Quién diría que ese cochero estaba hecho para ella? Maldición deliciosa...


~◇~


En la habitación de Lady Christine, la noche se volvió una sinfonía de gemidos mudos.


No se habían tocado aún. Pero el calor que recorría el cuerpo de ambos era demasiado para disimular.


Christine temblaba, sentada al borde de la cama, sus pechos erguidos bajo el camisón de seda fina. Sus pezones rozaban la tela con dolor dulce. Sus muslos se apretaban sin razón, su vientre latía como un segundo corazón.


Tocó su propio cuello. Sentía una presión allí. Como si Derek estuviera acariciándola sin estar presente.


En ese mismo momento, en las habitaciones del personal, Derek intentaba dormir. Pero su entrepierna lo traicionaba. Dura como acero, dolorosa incluso. Nunca había sentido algo así. Ni siquiera con las viudas alemanas que lo contrataban por “favores extra” en el pasado. Esto era distinto. No solo era deseo. Era… necesidad.


Y en su mente: ella.


Su voz. Su forma de mirarlo. La tensión entre ambos. El perfume a violetas.


Se tocó el cuerpo y el miembro viril, sin pudor. Una vez. Dos. Pero no alcanzaba. No bastaba. Su cuerpo lo exigía todo de ella, como si estuvieran hechos para encajar.


Al amanecer, Christine se sentó ante el espejo. Su piel brillaba como si hubiera hecho el amor toda la noche. Tenía los labios ligeramente hinchados. Se sentía... desobediente. Encendida.


Madame Brochant entró con una bandeja.


—¿Tuviste fiebre, querida?


Christine bajó la vista.


—No lo sé… no dormí. Pero no estoy enferma.


La institutriz dejó la bandeja. La observó con atención. Luego, con voz grave, dijo:


—Anoche, alguien entró a la bodega del Conde. Usó las copas de ceremonia. Y dejó residuos en una. ¿Te sirvieron vino en el postre?


Christine asintió, muy lento.


Madame Brochant palideció. Luego, se inclinó y bajó la voz.


—Magia roja. He visto esto antes. En mi juventud. En Francia. Usada para castigar hombres y mujeres de doble moral. Para sacar a la luz su hambre sexual. Si te la dieron… y tú no eres como tu padre… esto tendrá otro efecto.


Christine tragó saliva.


—¿Y cuál…?


Madame Brochant la miró con piedad y emoción.


—Si amas a alguien de verdad. Y si él te ama a ti… no podrán resistirse. No será solo sexo. Será la unión carnal más intensa que pueda existir. Día y noche. Durante una semana entera. Hasta que el hechizo se extinga. Y entonces… si el amor persiste, todo lo demás será historia.


Christine cerró los ojos. Sus pezones reaccionaron al pensamiento. Derek. Derek la amaba. Lo sabía. Aunque no lo había dicho. Y ella… oh, Dios. Lo deseaba con cada fibra de su cuerpo.


Esa noche, cruzaron el umbral.


Ni palabras. Ni promesas.


Derek la tomó entre sus brazos en los establos, con el aroma del heno fresco. Ella le subió la camisa por la espalda. Él le mordió el cuello. Ella le acarició el pecho, el vientre, el sexo. Él gimió como una bestia domada.


Y cuando entró en ella, no hubo más mundo. Solo la cópula salvaje, intensa, profunda. Una primera vez que duró horas. Que los llevó al llanto, al grito, a la risa.


Y la figura encapuchada… los vio.


Desde lejos. Desde un espejo encantado. Con la túnica entreabierta. Con una mano entre las piernas. Lamiéndose los labios.


—Tal vez no fue tan mal resultado después de todo… —susurró, mientras su cuerpo se estremecía—. Tal vez… fue mejor así.



Continuará...





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