El Granjero del Vizconde - Capítulo 2.
El Granjero del Vizconde.
Por: Dirk Kelly.
Capítulo II – Susurros entre los Trigos.
El verano maduraba con fuerza sobre las tierras del vizcondado de Ravenshire. El trigo dorado se extendía como un océano de luz bajo el sol de julio, y los pájaros trinaban como si nada conocieran del pecado o del deber. Pero ni las campanas del monasterio cercano, ni las letanías que el padre Oswin recitaba en la misa dominical, podían silenciar los pensamientos que llenaban la mente de Angela Ravenshire.
Desde aquella tarde lluviosa, su alma ya no pertenecía del todo a Dios, ni a su linaje.
Pensaba en Jonathan Thorne.
La noche anterior, Martha le había advertido:
—No juegues con fuego, niña. Ese muchacho... es como el mismísimo arcángel caído: hermoso, terco, y orgulloso. Y tú no estás hecha para el pecado.
—¿Y si no fuera pecado? —respondió Angela, mirándose al espejo—. ¿Y si el pecado fuera negarse a sentir?
Martha le había rezado un Padrenuestro por respuesta.
Pero ahora, con su vestido de lino sencillo y un pretexto cuidadosamente tejido —supervisar los campos de cebada como instrucción del vizconde—, Angela cabalgaba hacia las tierras bajas, hacia la cabaña del granjero. Su corazón latía como los tambores que decían usaban los moros en las cruzadas que su padre tantas veces evocaba con gloria y mentira.
Jonathan estaba en el campo, sin camisa, empapado en sudor, empujando el arado con la fuerza de un toro joven. Cuando la vio, se detuvo. El viento meció sus rizos rubios. No dijo nada. No hacía falta.
—Vengo a inspeccionar —anunció ella, fingiendo firmeza—. Asuntos... del dominio.
Jonathan se acercó. Su pecho desnudo brillaba con el sol. Ella tragó saliva.
—¿Del dominio... o del corazón, lady Angela?
El tono no fue insolente. Fue… sincero.
Angela se quedó en silencio. Él bajó la mirada. Sabía lo peligroso que era hablarle así. Sabía lo que podían hacerle por menos.
—¿Acaso sabes qué lugar tengo yo? —preguntó ella, como si también luchara contra algo.
—El mismo que el mío —replicó él—. Ninguno.
Se miraron. En sus ojos no había ya diferencias de clase, solo una tensión tan antigua como Eva y Adán.
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Más tarde, ya entre los trigos, Angela caminaba con él mientras revisaban las plantaciones. Él le explicó cómo se movían los ratones bajo tierra, cómo se distinguía una espiga buena de una que había sido mal bendecida por la sequía.
—¿Bendecida? ¿Aún crees en las bendiciones del agua? —preguntó ella con ironía.
—Mi madre decía que el agua y la fe son lo mismo. Una te limpia el cuerpo, la otra el alma. Ambas pueden matarte si son demasiadas.
Angela rió. Nunca había conocido a un hombre así: sabio sin libros, puro sin rezos.
Entonces, llegaron al río. Jonathan dejó a los bueyes y caminó hasta el agua. Sin importarle que ella lo seguía de cerca, se desnudó. Supuso que ella se quedaría lejos por pudor o cerca. Primero se quitó la camisa sucia, luego los pantalones, hasta quedar como las estatuas de mármol que decoraban la biblioteca del castillo. Su cuerpo era una oración carnal.
Angela lo observó desde los juncos, y su pecho se alzó con un temblor inesperado. Jonathan entró al agua, hundiéndose con la naturalidad de un antiguo dios nórdico. Cuando salió, el sol se reflejaba en su espalda y en las gotas que resbalaban por sus nalgas firmes y bronceadas. Angela apretó los muslos sin quererlo. Una oleada de deseo —limpia, libre, brutal— le recorrió el vientre.
Él giró. La vio. Por un segundo, no hubo sorpresa. Solo una calma peligrosa.
—¿Estás espiando, mi lady?
—Solo aprendiendo.
—¿Y qué has aprendido?
Angela se acercó un paso, aún vestida, aún contenida.
—Que el cuerpo también es una forma de rezar.
Jonathan salió del agua sin pudor. Se cubrió con la camisa, pero la tensión ya era un fuego entre ellos.
—Vete —susurró—. Antes que sea demasiado tarde.
Ella lo miró. Con la mirada que una vez debió tener Magdalena al ver a Cristo por primera vez y saber que lo amaría aunque no pudiera tocarlo.
—¿Y si ya es demasiado tarde?—dijo ella.
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Al día siguiente, el padre Oswin predicó con inusual intensidad desde el púlpito:
"Y habrá hombres que seduzcan con su carne, y mujeres que entreguen su alma a la perdición disfrazada de pasión..."
Angela bajó la mirada, sintiendo que los ojos del cura no veían a la noble, sino a la pecadora.
Pero nada pudo silenciar lo que ya germinaba entre los trigos.
Esa noche, los heraldos del vizconde anunciaron la llegada de un huésped ilustre:
Lord Cedric Blackthorne, noble de tierras del este, antiguo aliado de guerra, y futuro esposo —según su padre— de la única hija de Ravenshire.
Angela no sonrió. Jonathan, al oír la noticia, apretó el puño. Y la tierra pareció temblar un poco más bajo sus pies.
Continuará...
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