El Granjero del Vizconde - Capitulo 3.


El Granjero del Vizconde.

                             Por: Dirk Kelly


Capítulo III – Cosecha de Pasión.


El mercado del pueblo rebosaba de voces, canastas, perros callejeros y ecos de campanas que sonaban en la abadía cercana. Era día de feria: los campesinos vendían hortalizas, las comadres tejían chismes como si fueran estambre, y los niños corrían entre los puestos de especias, panes y salazones.


Angela no debía estar allí. Una dama no pisaba el mercado sin escolta. Pero vestida con una capa común y un pañuelo que le cubría el cabello, se escabullía entre los puestos con el corazón en la garganta y el alma llena de decisión.


Lo vio.


Jonathan estaba junto a su carreta de trigo, hablando con el panadero, riendo apenas, con el sol dibujando su silueta poderosa como una escultura viviente. Sus músculos sobresalían bajo la camisa abierta al pecho, y sus ondas de cabello dorado brillaba como espigas maduras.


Angela se acercó. Lentamente. Consciente de cada paso, de cada latido que traicionaba su educación.


Él la vio. Sus ojos verdes se clavaron en los de ella. No dijo nada.


—Buen trigo —dijo ella, como si fuera una mujer cualquiera.


—Buena cosecha —respondió él, sin apartar la vista.


Un silencio los envolvió en mitad del bullicio. Un silencio íntimo, tibio, urgente.


—¿Puedo comprarte un saco?


—Mi lady no tiene por qué pagar por lo que ya es suyo —dijo él, aludiendo al hecho de que esas tierras, técnicamente, eran de su padre. Pero la ironía le ardía en la garganta.


Angela no se dejó intimidar.


—¿Y qué tal si esta vez quiero lo que no me pertenece?


Jonathan tragó saliva. Sus ojos descendieron por su figura. Pudo ver, bajo la capa sencilla, las curvas que lo obsesionaban desde aquel día lluvioso. Los pechos de Angela eran como un hechizo: suaves, redondos, altos... y sabían a libertad.


—No me provoques aquí, en medio de todos —susurró él, tenso—. No puedo tocarte… y sin embargo…


—Esta noche —interrumpió ella, con voz de terciopelo—. Después del toque de queda. La puerta trasera de la granja. No habrá luna.


Jonathan asintió. Ella se marchó sin mirar atrás. El panadero le preguntó algo. Él no respondió.


Ya no podía pensar. Solo sentir.


---


La noche cayó como un conjuro. La oscuridad cubría los campos como un manto de complicidad, y los grillos cantaban una melodía sorda. Jonathan se lavó el cuerpo con agua de pozo, el pecho agitado, la entrepierna endurecida por horas de anticipación. Se puso una camisa limpia y esperó.


La puerta crujió.


Angela entró, envuelta en un velo de deseo. La vela apenas encendida le delineó el rostro, los hombros desnudos bajo la capa, y la curva del escote que latía como si tuviera vida propia.


No se dijeron palabra.


Él se acercó y la desnudó lentamente, como si deshojara una flor sagrada. El vestido cayó. Ella no llevaba corsé. Solo su piel. Su aliento. Su entrega.


Jonathan la contempló, fascinado. Angela tenía el cuerpo de una diosa que había decidido amar como humana. Él la alzó entre sus brazos, la llevó al heno tibio del rincón y, al recostarla, enterró su rostro entre sus senos grandes y palpitantes.


—Bendita seas —murmuró, besando uno y luego el otro—. Por ti... me iría al infierno.


Angela gimió, suave, cuando sintió su lengua recorrer el contorno de sus pezones erectos, como botones de rosa hinchados de deseo. Jonathan los apretó con las manos callosas, y ella arqueó la espalda, apretando los muslos, entregada.


Su lengua, su aliento, su barba rasposa contra la suavidad de su piel. Ella murmuraba su nombre entre jadeos.


—Jonathan... Jonathan…


El cuerpo de él se deslizó hasta besarle el vientre, el monte de Venus, y ella lo detuvo, con las piernas temblando.


—Esta noche... quiero que sea así —susurró, alzándose para abrazarlo—. Quiero que entres en mí… con todo tu peso, con toda tu alma.


Él la besó en la boca por primera vez, un beso lento y profundo. Un beso que dolía. Que salvaba.


Jonathan la penetró con una fuerza contenida, mientras el heno crujía bajo sus cuerpos enlazados. El calor los envolvió. Sus pieles, sudadas, temblorosas, se encontraron como si fueran una sola materia. Se movían al ritmo de su amor recién nacido, no con prisa, sino con hambre.


—Nunca te dejaré —prometió él, aún dentro de ella.


—Y yo me perderé contigo —dijo ella, rodeándolo con sus brazos y piernas, llorando de placer.


La vela se apagó. Y la oscuridad fue testigo del fuego.


---


Más tarde, cuando ella dormía sobre su pecho, Jonathan abrió los ojos. En su mente, no veía ya campos ni cosechas. Veía un futuro. Uno por el que tendría que luchar.


Y mientras acariciaba el cabello de Angela, pensaba en el hombre que venía a quitársela. Lord Blackthorne.


El nombre ya ardía en su sangre.


Y el conflicto... apenas comenzaba.


Continuará...






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