La Maldición de la Rosa Carmesí - Capítulo 4.

 


La Maldición de la Rosa Carmesí.

                      Por: Dirk Kelly.



Capítulo 4: La verdad desnuda.



La niebla del octavo día no trajo lujuria, sino preguntas.


Lady Christine y Derek, por fin saciados, se tomaban de la mano con una calma que parecía no de esta tierra. Habían sentido, gemido, ardido. Ahora quedaba lo más difícil: entender qué los había poseído y por qué.


El hechizo no podía haber surgido solo. Y los susurros en los pasillos, el vino preparado especialmente para el Conde Henry, los rastros de una figura encapuchada en la torre olvidada… todo apuntaba a un intento fallido de trampa.


Christine, más decidida que nunca, exigió ver los registros de los últimos visitantes, los proveedores, los vinos traídos. Ella no era una simple dama: era una mujer que había saboreado la libertad, el deseo, el amor. Ya no aceptaba vivir en la ignorancia.


Esa tarde, entre copas vacías y libros mal cerrados, halló un cuaderno escondido en la torre norte. En la portada se leía escrito a mano "Row"... Estaba algo borroso. ¿Pertenecía a Rowan, un antiguo amante del Conde Henry?… ¿O quizás Rowena, una mujer que había sido su confidente, o ambas cosas? El nombre en sí era ambiguo. El rostro aún más.



La caligrafía era la misma que Derek y Christine habían visto en un papel hallado tras el armario del estudio: la receta de la Magia Roja, una pócima ancestral prohibida por la iglesia.



La voz del misterio se revelaba en cada palabra escrita:



> "Quería verlo arder en su propia carne. Que su verga, que tantas veces me buscó sin saber a quién realmente penetraba, se convirtiera en su ruina. Quería que su moral se derrumbara entre jadeos. Quería que la reputación de Henry Karnstein cayera como cae la sotana cuando gime en la oscuridad."



Christine leyó aquello con las mejillas ardiendo. Derek, detrás, apretaba los puños. No de celos. De algo más complejo: la sospecha de que Henry no era simplemente un hombre frívolo, sino un alma dividida, arrastrada entre la imagen pública y sus deseos más oscuros.



Cuando enfrentaron al Conde con el cuaderno, él palideció.



—Lo recuerdo… —dijo, dejando caer su copa—. Ese vino era para mí. Me pareció extraño. Dulce. Casi afeminado… No lo tomé. Algo en mí… lo rechazó.



—Y lo bebí yo —dijo Christine, sin reproche—. Y por eso… —lo miró, luego a Derek— …por eso nos amamos como dos bestias, como dos dioses… como humanos con el alma al rojo vivo.



Henry se sentó. El peso de su vida lo aplastaba de pronto.



—Entonces era para mí… la pócima… todo era una trampa.



—No sólo una trampa —interrumpió Derek, con firmeza—. Era una declaración. De alguien a quien amó y usó. De alguien que lo deseaba más allá de lo aceptable. Pero también de alguien que quería que usted se viera en el espejo. Tal como es.



Henry calló. Luego rió amargamente.



—Tal como soy… ¿Y qué soy? Un libertino con sotana invisible. Un amante de mujeres. Y… a veces… —bajó la voz— de hombres también. Siempre y cuando no me arrodillara yo. Siempre y cuando fuera yo el que tomara. Pero… también soy padre. Y ahora he sentido… algo… por ti, Derek.



Christine alzó una ceja.



Henry no bajó la mirada.



—No amor. No ternura. Pero sí… atracción. Un fulgor. Una imagen que aún no logro borrar. Me siento asqueado. Y a la vez, liberado. Porque si me miro con verdad… entonces tal vez… pueda comenzar a vivir con verdad.



Christine se acercó y lo abrazó. Henry no lo esperaba.



—Padre… yo te perdono. Pero no por lo que sientes. Sino por lo que te has negado a aceptar. Tú también fuiste hechizado. Por la moral. Por la máscara.



Derek, con respeto, inclinó la cabeza.



—No lo juzgo. Pero le pido que no nos impida seguir adelante.



Henry cerró los ojos.



—No lo haré. Partan. Les cedo el castillo de Brașov en Rumania. Es un lugar olvidado, sí, pero hermoso. La madre de Christine lo amaba, Derek. Tal vez ustedes también lo amen.



El viaje a Rumania duró semanas. El castillo de Brașov, en Transilvania, con su arquitectura gótica, estaba cubierto de hiedra y leyendas. Allí, entre montañas y niebla, Derek y Christine comenzaron una nueva vida. Ella estudió medicina clandestinamente, usando nombres falsos. Él crió caballos y escribió cuentos para niños, algunos de los cuales inspiraron a unos hermanos alemanes que nacieron ese mismo año y el año siguiente: los hermanos Grimm.



Y cada noche Derek Van Der Westhuizen y Christine Karnstein hacían el amor como si el hechizo aún viviera en sus cuerpos.



Y sin embargo, sabían que ahora ya no era la magia quien los unía. Sino el amor.



En Inglaterra, Henry Karnstein regresó a la torre. El cuaderno había desaparecido. Solo encontró una nota:



> "Al final, todos somos hechizados. Solo los valientes se dejan poseer por la verdad."



Nunca supo si fue Rowan o Rowena. No recordaba a nadie con ese nombre... no recordaba a casi ningún ex amante por su nombre.



Nunca supo si volvería a verle.



Pero cada vez que veía el reflejo de su propio deseo… ya no lo rechazaba del todo.



Y no tan lejos del castillo Karnstein, en algún rincón de Yorkshire, Inglaterra... Ahora en Wycliffe... una figura encapuchada observaba el fuego crepitar. En su regazo, un nuevo cuaderno. En la tapa, un nombre:



“El heredero de Karnstein.”



Y bajo ese título, una frase:



> "La sangre hierve más allá del hechizo. Y el amor, cuando arde, deja brasas que nunca se apagan."



FIN





....Próximo domingo: El Granjero del Vizconde. 


Nota del autor:

Con esta primera novela, La Maldición de la Rosa Carmesí, doy inicio oficialmente a este blog que durante tanto tiempo soñé crear. Un espacio íntimo y apasionado donde las historias que me han habitado por años, y que alguna vez quedaron inconclusas o dormidas entre páginas dispersas, por fin encuentran su forma definitiva.

Muchas de estas tramas nacieron entre madrugadas silenciosas, lluvias de media tarde y obsesiones que me acompañan desde mi adolescencia. Fueron inspiradas por autores y autoras que dejaron una huella indeleble en mí, almas literarias ya idas, pero inmortales en sus palabras.

Gracias, Barbara Cartland, por enseñarme que el amor romántico puede tener la intensidad de una tormenta y la dulzura de una caricia.
Gracias, Anaïs Nin, por tu sensualidad lúcida, valiente y honesta.
Gracias, Sheridan Le Fanu y Bram Stoker, por envolverme en la niebla del misterio, el deseo y la oscuridad gótica.
Y sí... gracias también a ti, Marqués de Sade, y a ti, Leopold von Sacher-Masoch, aunque quizás estaban algo enfermos ustedes dos, no puedo negar que su sombra también dejó una semilla en mí.

Este blog no pretende encajar en una sola definición de romance. Aquí habrá historias dulces y otras ardientes, algunas tenebrosas y otras que tal vez duelan un poco. Pero todas tendrán algo en común: una pasión por contar desde la emoción, el deseo y la libertad.

Gracias por leer, por acompañarme y por entrar a este jardín donde cada historia florece con tinta y pasión a flor de piel.

Con gratitud,

Dirk Kelly



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