El Granjero del Vizconde - Capitulo 4.


El Granjero del Vizconde

Por:  Dirk Kelly 


Capítulo IV – El Límite del Linaje



El amanecer en Wycliffe olía a humo y a ceniza. El cielo estaba gris, como si presagiara un juicio. En la granja, Jonathan se despertó solo. Angela había partido al alba, envuelta en su capa, con los cabellos aún enredados por el amor de la noche anterior. Su despedida había sido muda, intensa. Un beso en la frente. Una caricia en la espalda.


El granjero sabía que no habría paz. No después de lo que habían hecho. No en esa Inglaterra que aún latía bajo la ley del linaje, de la sangre azul, del poder eclesiástico. El amor de un campesino por una noble era, en 1320, tan condenable como el robo de un relicario.


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Horas más tarde, la puerta de madera de la granja se abrió de golpe. Cuatro hombres armados entraron con rudeza, arrojando el saco de trigo al suelo.


—¡Por orden del Vizconde Ravenshire, queda arrestado Jonathan Thorne por seducir y mancillar a la señorita Angela Ravenshire! —gritó el cabecilla.


Jonathan no se resistió. No dijo nada. Solo alzó la mirada cuando Lord Cedric Blackthorne entró al lugar.


Cedric vestía de negro. Una túnica lujosa, con botones de plata y botas recién enceradas. Su cabello oscuro recogido hacia atrás y su sonrisa apenas curvada como la hoja de un cuchillo. Había algo en su presencia que helaba el aire, como si se llevara consigo la luz.


—¿Así que tú eres el semental que se atrevió a tocar lo que no es suyo? —murmuró Cedric, cruzando los brazos—. Qué trágico que una noble dama termine revolcándose con un animal de campo. Aunque… —sonrió más—, seguro sabías montarla bien.


Jonathan lo miró. No respondió. Pero su mandíbula temblaba de furia.


—Dime algo —dijo Blackthorne, acercándose, bajando la voz—. ¿Gritó tu nombre cuando la tomaste? ¿O lo hizo en silencio, como una buena ramera?


El puño de Jonathan se estrelló contra el rostro del Lord con un estruendo que hizo retroceder a los soldados. Cedric cayó al suelo, la boca rota, la nariz sangrando.


—¡Animal! —gritó uno de los guardias, golpeándolo con la culata de una lanza.


Jonathan cayó. Lo amarraron. Lo arrastraron.


Angela no lo vio llegar al castillo. Pero lo supo. Lo sintió en las entrañas.


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En el salón principal del castillo Ravenshire, las velas titilaban con nerviosismo. El vizconde, un hombre orgulloso, de mirada fría, escuchaba las palabras de Cedric, quien fingía dolor y vergüenza con maestría:


—Mi señor, su hija fue seducida por este hombre. Engañada. Corrompida. Puede que haya robado más que su honor... tal vez secretos de su hogar, de su casa... ¿quién sabe qué más?


Angela irrumpió en la sala.


—¡Mentira! —gritó, con la voz temblando de rabia—. ¡Yo lo busqué! Yo lo amé. Y volvería a hacerlo mil veces más.


Cedric se volvió, fingiendo sorpresa.


—Angela, no digas eso… estás confundida.


—¡Cállate! —espetó ella—. ¡Tú eres el verdadero monstruo aquí! ¿Quieres contarle al vizconde cómo planeabas arruinar su nombre si no me entregaba a ti?


El vizconde se tensó.


—¿Qué dices, hija?


Fue entonces cuando Martha Wynn, la vieja nodriza, cruzó la sala arrastrando un cofre. Lo abrió frente a todos.


—Aquí está —dijo, sacando una carta lacrada—. El chantaje de Lord Blackthorne. Las pruebas de que pensaba usar documentos falsos para hacer parecer que usted, mi señor, había vendido las tierras de las abadías al papado ilegítimamente. Lo tenía todo preparado. Si no entregaba a su hija, lo hundiría.


Un murmullo recorrió la sala. Cedric palideció. El vizconde se levantó de golpe, con los ojos encendidos.


—¡Guardias! ¡Arresten a Lord Blackthorne!


Pero Cedric ya huía por una puerta trasera. Angela no lo siguió. No lo miró. Solo volvió su rostro hacia su padre.


—Si deseas conservarme, si deseas llamarme tu hija… deja libre a Jonathan. O perderás también lo poco que queda de mi respeto.


El vizconde la observó. Su hija. Tan parecida a su madre, quien también una vez había amado a un hombre, él, por quien abandonó un título mas alto que el suyo. Cerró los ojos.


—Liberad al granjero.


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Horas después, Jonathan caminaba fuera de la celda. Angela lo esperaba bajo la escalinata, con un vestido sencillo y un hatillo de viaje. No llevaban escolta. No querían adiós. 


Solo miradas.


Se irían a vivir a Dorset.


—¿Estás segura? —preguntó él, con voz ronca.


—¿No lo estás tú? —replicó ella.


Él sonrió. La tomó de la mano. Y caminaron juntos, sin mirar atrás.


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Meses después, en el campo de Dorset…


La granja era modesta, pero limpia. Había flores en las ventanas y olor a pan recién hecho. Angela colgaba ropa al sol cuando Jonathan llegó del campo, el torso sudado, los brazos fuertes.


La tomó por la cintura. La besó. Ella rió.


—Esta noche, después de cenar… —susurró él— voy a enterrarme en tus senos como en los campos de cebada. Y voy a beber tu aliento hasta que grites mi nombre como oración.


—Y yo me dejaré sembrar —respondió ella, sonrojada—. Que germine todo tu deseo en mí.


Ambos se miraron. Enamorados. Salvos. Humanos.


Mientras el sol se ponía tras las colinas, una carta llegó a su puerta. El remitente decía:


Carmilla Karnstein. Condesa de Styria.


"Busco manos fuertes y almas libres para una tierra nueva en Whitby."


Angela la leyó en silencio.


—¿Quieres aventura? —preguntó ella.


Jonathan sonrió.


—Siempre que seas tú quien me la dé.


Y así, su historia terminaba...


O tal vez, apenas comenzaba.


FIN


Proximo domingo... El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa.




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