El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa - Capítulo 1.
El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa.
Por: Dirk Kelly.
Capítulo I: El Alba Entre las Nieblas.
La mañana había llegado a Dorset envuelta en una niebla espesa, tan blanca y persistente que parecía esconder secretos entre los árboles y los campos. Desde la pequeña ventana de su nueva casa de madera y piedra, Angela Ravenshire contemplaba la tierra aún húmeda por la lluvia nocturna. Ya no era una dama de la nobleza, pero sí seguía siendo, en el alma, la hija de un vizconde. Y, más aún, era ahora la mujer de Jonathan Thorne, el hombre con manos fuertes, cabello rubio y ojos verdes que la había amado como nadie la habría amado jamás… ni en el altar ni en los salones dorados de la aristocracia.
Abrazada por un chal de lino claro, pensó en todo lo que había dejado atrás: la seda, los modales, las promesas falsas. Y sin embargo… sonrió. No le pesaba. Había ganado algo mucho más precioso: la verdad de un amor vivido en libertad, y una cama donde cada noche se entregaban con deseo como si el mundo fuera a acabarse al alba.
Sobre la mesa rústica reposaba una carta, abierta y con una tinta que parecía flotar como sangre seca:
> Busco manos fuertes y almas libres para una tierra nueva en Whitby.
> Carmilla Karnstein. Condesa de Styria.”
La nota había llegado dos días antes con un mensajero silencioso. Angela no sabía si otros campesinos o antiguos soldados la habrían recibido también, pero aquel nombre, Karnstein, y aquel lugar, Whitby, le causaban una inquietud que no sabía explicar.
Justo entonces, Jonathan entró por la puerta, trayendo el aroma de la tierra y el rocío. Tenía el cabello revuelto por el viento y las mejillas encendidas. Se detuvo al verla, y sin decir palabra la rodeó con sus brazos.
—Te has quedado pensando en la carta otra vez —susurró contra su cuello—. Whitby está lejos… y lleno de mar y supersticiones.
—¿Y si eso es lo que necesitamos? —respondió ella en voz baja—. Algo nuevo. Una historia nuestra. No quiero vivir del recuerdo de lo que desafiamos, aunque aca en Dorset iniciamos de nuevo… pero quiero vivir lo que sigue.
Jonathan sonrió, pero en sus ojos brilló un leve destello de duda. Había oído historias de Whitby. De barcos fantasmas. De cruces clavadas en acantilados. De criaturas que salían cuando el sol se ocultaba entre la bruma.
Esa misma tarde, mientras ambos regresaban del mercado del pueblo, un carruaje elegante se detuvo frente a la verja. De él descendió una joven de unos veinte años, con cabello oscuro recogido en trenzas gruesas, cejas perfectamente delineadas y ojos azules que miraban con más tristeza que alegría. Su vestido de viaje era de terciopelo verde oscuro, y a su lado, un criado robusto descargaba un solo baúl.
—¡Clarimond! —exclamó Angela con sorpresa—. ¡Prima!
Se abrazaron con ternura. Clarimond de Mowbray, hija del vizconde de Mowbray, era sobrina directa del vizconde Ravenshire, y aunque apenas se habían visto en la infancia, compartían el mismo temple inquieto y la misma rabia por el destino que se imponía a las mujeres de su casta.
—Tu padre me contó lo que hiciste —dijo Clarimond en voz baja mientras caminaban hacia el interior de la casa—. Lo llamaron escándalo. Yo lo llamé libertad.
Angela la miró con atención. Había algo contenido en su tono, algo que ardía bajo la superficie. Lo comprendió al instante. Clarimond tenía la piel de alguien que había amado en secreto… y nunca había podido decirlo.
Esa noche, mientras Jonathan dormía junto a ella con el cuerpo aún cálido tras una jornada de siembra, Angela salió descalza al pequeño porche de madera. Allí encontró a Clarimond, contemplando la luna.
—No he venido solo a visitarte —dijo Clarimond de pronto—. He venido porque... he recibido la misma carta que tú.
Angela se estremeció. La carta de Carmilla.
—¿Qué sabes de esa mujer? —preguntó Angela, bajando la voz.
—Solo rumores —susurró Clarimond—. Que es rica. Que tiene tierras en Whitby. Que viene del este. Y que busca mujeres... especiales.
Hubo un silencio. Clarimond bajó los ojos.
—Dicen que no envejece. Que sus criadas desaparecen. Que su castillo en lo alto del acantilado no tiene reflejos en los espejos. Y sin embargo… algo en su letra… en su promesa… me hizo sentir… vista.
Angela la tomó de la mano.
—¿Te atraen las mujeres?
Clarimond no respondió de inmediato. Sus labios temblaron.
—Nunca se lo he dicho a nadie. Ni siquiera a mí misma.
Angela apretó su mano.
—Aquí… puedes ser tú.
Un cuervo graznó a lo lejos, en dirección norte. La luna se cubrió por completo. Y una ráfaga helada vino del este.
Mientras tanto, en una posada de mala muerte en la carretera hacia Whitby, Cedric Blackthorne, con el rostro sombrío y la piel marcada por cicatrices recientes, entregaba una bolsa de monedas a un cochero.
—Síguelos. La hija del vizconde. Y su granjero bastardo. Quiero saber dónde duermen. Qué comen. Y cuándo están más vulnerables.
Y esa noche, mientras Clarimond soñaba con una voz suave que le decía su nombre en acento extranjero, una mujer pálida, de labios rojos y cabellos oscuros como ala de cuervo, se alzaba entre las rocas de Whitby, con los brazos abiertos hacia el cielo.
—Ven a mí, Clarimond… —murmuró Carmilla con un hilo de voz que cruzó los vientos—. Porque en ti vive la llama que la Iglesia quema… y yo… la enciendo.
Continuará...
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