El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa - Capítulo 2.
El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa.
Por: Dirk Kelly
Capítulo II: Bruma sobre los Acantilados de Whitby
El mar se agitaba como un animal antiguo bajo las fauces del cielo gris. Las colinas que rodeaban Whitby estaban cubiertas por una niebla densa que no se levantaba ni al amanecer. El carruaje crujía sobre la tierra húmeda, y cada vuelta del camino parecía conducirlos más lejos del mundo que habían conocido.
Angela observaba los faroles apagarse a su paso como si los fantasmas de la noche se burlaran de la luz. Jonathan, con las manos firmes en sus rodillas y los ojos alerta, no había pronunciado palabra desde que cruzaron el puente de piedra que marcaba la entrada al condado.
A su lado, Clarimond mantenía la vista fija en el paisaje. Se la veía extrañamente serena, como si la cercanía de Whitby calmara algo que llevaba latiendo inquieto en su interior desde niña. Su rostro parecía más blanco en contraste con el verde de los pinares y el mar lejano. Bajo su vestido viajero, llevaba un relicario oculto que le había pertenecido a su madre, una condesa francesa cuya historia terminó en un convento —y cuyas cartas veladas, que Clarimond descubrió en su adolescencia, hablaban de "una amiga" en los valles de Styria… una tal Milla.
—¿Estás bien? —le preguntó Angela con suavidad.
—No lo sé —respondió Clarimond, sin apartar la mirada del horizonte—. Es como si… ya hubiera estado aquí. Como si algo me llamara desde estas colinas.
Cuando llegaron al castillo de Carmilla, el viento se volvió más espeso, casi inmóvil. Los caballos se resistieron a avanzar. Un criado sin cejas los guió hasta el portón de hierro forjado con un gesto que más parecía un susurro que un saludo. El castillo se erguía sobre un acantilado, con almenas puntiagudas y vitrales que no mostraban reflejo alguno desde el exterior. A pesar de ser media tarde, adentro reinaba la penumbra.
La condesa Carmilla Karnstein apareció en lo alto de la escalera de piedra, envuelta en una túnica de terciopelo negro que flotaba a su paso como si no tocara el suelo. Su piel era de un blanco traslúcido, su cabello azabache caía en ondas densas, y sus labios, como pétalos de una rosa negra abierta al anochecer, se curvaron en una sonrisa al verlas.
—Angela Ravenshire… Clarimond de Mowbray… y el buen Jonathan Thorne. Sean bienvenidos a Whitby —dijo con una voz suave, grave, que parecía rozar el oído más que atravesarlo—. Aquí, toda alma encuentra su sombra… y toda sombra, su deseo.
Angela sintió un leve escalofrío. Jonathan, protector, se adelantó para tomar su mano. Pero fue Clarimond la que no apartó los ojos de Carmilla, fascinada. La condesa le devolvió la mirada con una intensidad contenida, como si la reconociera desde otra vida.
Durante los días siguientes, los huéspedes se instalaron en habitaciones separadas, tal como dictaban los modales, aunque Angela se colaba en la cama de Jonathan cada noche, y él la cubría con su cuerpo y su deseo como un refugio de carne viva contra los muros húmedos del castillo.
Pero el aire estaba cambiando.
Los criados hablaban en voz baja. En el pueblo, un carnicero fue hallado muerto, sin una gota de sangre, con los ojos en blanco y el cuello pálido como la luna. A la noche siguiente, una muchacha del mercado desapareció. Y luego, el sacristán de la iglesia fue encontrado ahorcado bajo la campana rota, con marcas extrañas en el cuello… como dientes.
Jonathan comenzó a sospechar.
—Esto no es coincidencia —le dijo a Angela mientras caminaban por el invernadero de la condesa, donde las flores crecían pese a que no les daba sol—. Algo ocurre aquí… algo que tiene que ver con ella.
Angela dudaba. No quería pensar mal de su anfitriona. Pero algo en sus gestos, en cómo aparecía detrás de uno sin hacer ruido, cómo Clarimond se ponía pálida después de cada paseo nocturno con ella, la inquietaba.
Y Clarimond… ya no era la misma. Su andar era más fluido, su voz más pausada. Había momentos en los que parecía perdida en un sueño. Decía cosas extrañas como “la eternidad es una puerta abierta” o “hay un fuego más puro que el del infierno”.
Una noche, Carmilla la invitó a su aposento.
—Las mujeres como nosotras no somos hechas para los rezos ni las camisas de castidad —le dijo la condesa, acercándose por detrás, acariciando su cabello—. Tú, Clarimond… sientes el temblor, ¿no es así? Ese deseo que nunca te enseñaron a nombrar. Yo puedo ser la palabra… y la mordida.
Clarimond se giró, temblando. Carmilla la besó en el cuello, muy despacio. Clarimond no se apartó. Pero no se entregó por completo. Aún no.
—Aún no —susurró—. Pero pronto.
Y huyó del cuarto, jadeando, confusa… excitada sexualmente.
En paralelo, en la aldea, un hombre de andar arrogante y cicatrices mal curadas observaba desde la penumbra de una taberna: Cedric Blackthorne. Había seguido a la pareja hasta Whitby, obsesionado. Había prometido venganza, y estaba dispuesto a usar el miedo del pueblo, incluso la muerte, para conseguirla.
Esa misma noche, fue interceptado en los muelles por una mujer pálida con una sonrisa serena. No luchó. Ni gritó. Solo jadeó con sorpresa cuando sintió los labios de Carmilla besarle el cuello… y luego el frío.
El cuerpo de Cedric Blackthorne fue hallado al amanecer. Sin sangre. Sin alma.
Clarimond despertó sobresaltada en su cama. Y en su ventana, una rosa negra flotaba, sostenida por la bruma. Y una palabra susurrada por el viento:
—Mía…
Continuará...

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