El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa - Capítulo 4.
El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa.
Por: Dirk Kelly
Capítulo IV: La Abadía, la Sangre y la Tentación.
La bruma se había espesado tanto en Whitby que las farolas nocturnas parecían flotantes luciérnagas atrapadas entre gasas húmedas. El mar, invisible desde el acantilado, golpeaba con fuerza pero sin forma, como un animal ciego y furioso.
Jonathan se cubrió con su capa de lana y ajustó la cruz de Winston Wycliffe sobre su pecho. Había decidido acudir solo a la abadía en ruinas que dominaba la costa desde las alturas, esa que los aldeanos evitaban incluso a plena luz del día. Decían que los muertos hablaban allí. Que la tierra estaba hueca, como si contuviera algo enterrado pero aún vivo.
Mientras tanto en el castillo de Carmilla, Angela cuidaba a Clarimond, quien había comenzado a palidecer con un ritmo alarmante. Había perdido apetito, sus párpados estaban siempre pesados, y cada noche despertaba jadeando, con las sábanas húmedas de sudor y el corazón latiéndole a mil.
—¿Qué sueñas? —preguntó Angela con ternura.
—No lo sé —respondió Clarimond, la voz temblorosa—. O sí lo sé… pero me avergüenza. Es ella. Carmilla. Me llama en sueños. Me toca. Entra en mí.
Angela entrecerró los ojos.
—¿Y tú qué haces?
Clarimond rompió en llanto.
—Le suplico que no se detenga.
Angela la abrazó fuerte. Sintió cómo los senos tibios de su prima se apretaban contra su torso, cómo su olor era distinto, más animal, más tentador. Por un momento, las manos de Angela se deslizaron por la espalda de Clarimond, rozando la curva de sus caderas. Sus labios se buscaron sin pensar. Se besaron. Con dulzura al principio. Luego con hambre de deseo.
Clarimond abrió el camisón. Sus pezones estaban duros, su piel blanca como la leche bajo la luna. Angela descendió sobre su vientre, la besó en los pechos con la misma ternura y pasión con la que Jonathan lo hacía con ella. Clarimond gemía, no por placer solo, sino por un gozo que tenía algo de liberación y algo de maldición.
En ese instante, una figura las observaba desde el umbral. Carmilla.
Sonreía en la penumbra. Una sonrisa depredadora y triste. Se acercó sin hacer ruido y se sentó junto a la cama. Ni Angela ni Clarimond se sobresaltaron. Fue como si su presencia fuera natural. Carmilla tomó la mano de Clarimond y la besó en la muñeca.
—Lo estás sintiendo, ¿verdad? —murmuró.
Clarimond asintió, jadeante.
—Siento… que me desvanezco. Pero también… que por fin estoy viva.
Carmilla desató su vestido y dejó ver su pecho perfecto, pálido, de pezones rosados que apuntaban hacia el cielo como ofrenda. Clarimond se inclinó y comenzó a besarlos con devoción. Carmilla, con los ojos entrecerrados, llevó una de sus manos al cuello de Clarimond. Lo acarició con ternura y deseo… y dejó que sus colmillos rozaran la piel.
—Una gota… solo una gota —susurró.
Y entonces, suavemente, la mordió.
Clarimond gimió fuerte, no de dolor, sino de un placer abismal, como si toda su existencia culminara en esa succión delicada.
Angela se quedó sólo observandolas. Clarimond y Carmilla siguieron con el acto sexual.
Mientras tanto, Jonathan se adentraba en la abadía, cruzando arcos rotos y pilares cubiertos de líquenes. De pronto, un sonido. El chasquido de una espada desenvainada. Y una voz grave:
—No des un paso más, hijo de Wycliffe.
Jonathan se giró, alzando la cruz. Allí estaba un hombre alto, gallardo, pelo negro largo y ondulado hasta los hombros, vestido con una túnica de cuero negro endurecido, la capucha baja y la mirada de un halcón. Su espada larga brillaba como si estuviese hecha de plata.
—¿Quién eres? —preguntó Jonathan, tenso.
—Soy Linus Van Helsing, descendiente de una orden olvidada. Y he venido por ella.
—¿Por Carmilla?
El hombre asintió.
—La he perseguido desde las cimas de los Cárpatos y Styria hasta esta costa impía. Ella corrompe, seduce, destruye. No solo por sangre. Por amor. Por aquello que no puede poseer como humana. Solo lo que toma como bestia.
Jonathan respiró hondo.
—No todo lo que es distinto es malvado. Clarimond está… enferma. Pero también está viva de una forma que nunca la vi antes.
Linus lo observó con compasión.
—Y ahí está el problema. Carmilla no mata con cuchillo. Mata con besos. Con ternura. Con colmillos. Hace que las almas la amen. Y después las esclaviza.
Jonathan no respondió. Pero en su interior, algo ardía. La idea de perder a Clarimond. La sospecha de que, quizá, Carmilla también estuviese tentando a Angela.
—Dime cómo matarla —dijo Jonathan al fin.
Linus miró la cruz sobre el pecho de Jonathan. Luego le tendió una daga de mango negro y hoja transparente como el hielo.
—No es con esta daga con la que se le da muerte primordialmente. Es con el corazón roto del amado o amada que la rechaza. Pero si llega la hora… clava esto en su pecho y ora a Dios todopoderoso.
Esa misma noche, el pueblo despertó con un grito.
Había un cuerpo colgado del campanario. Cedric Blackthorne. Desangrado. Su rostro aún mostraba el asombro de la muerte súbita. En su cuello, dos marcas perfectas.
Y un mensaje grabado con sangre en la piedra:
"Para los que me persiguen, no hay piedad. Carmilla."
El horror comenzaba a cernirse sobre Whitby.
Continuará...
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