El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa - Capítulo 3.
El Granjero, la Hija del Vizconde y la Condesa.
Por: Dirk Kelly
Capítulo III: La bruma tiene labios.
El fuego crepitaba en la chimenea de piedra, pero el calor apenas tocaba las esquinas húmedas del castillo de Carmilla. La neblina no se levantaba desde hacía tres días, y los candelabros parecían velas funerarias prendidas en homenaje a una tierra dormida.
Jonathan Thorne recorría los pasillos oscuros del ala este con la inquietud adherida a los hombros. Había comenzado a notar cosas. Portones que crujían sin viento, susurros al doblar una esquina, sombras que no coincidían con cuerpo alguno. En su pecho llevaba colgado un crucifijo que Lord Winston Wycliffe le había dado antes de partir de Dorset. Lo recordaba ahora con cariño… y cierta melancolía.
Winston Wycliffe, protector y benefactor, había sido más que un noble amable: había sido el último bastión de un linaje ancestral. “Nuestro deber no es solo cuidar la tierra, sino cuidar los secretos que duermen bajo ella”, había dicho una vez en voz baja mientras él y Jonathan paseaban por los campos de la finca. Jonathan no lo había entendido del todo entonces. Ahora, en Whitby, comenzaba a entrever lo que el viejo Lord intentaba decirle.
Angela, mientras tanto, soñaba con Dorset. Con la granja, el olor a heno y a pan horneado. Y con el cuerpo de Jonathan sobre el suyo, cubriéndola, haciéndola gritar de dicha mientras el sol se colaba por los ventanales. Había comenzado a sentirse extraña en Whitby. Como si algo… alguien… se deslizara en sus pensamientos más íntimos.
Esa tarde, en el salón del piano, Angela y Clarimond compartieron un té servido por un mayordomo que no hablaba y cuyos ojos estaban siempre vidriosos. Afuera, el mar rugía como una criatura dolida. Angela vestía una bata de terciopelo vino, y Clarimond, un vestido color marfil con encajes que realzaban su cuello blanco y su cintura angosta.
—¿La extrañas? —preguntó Clarimond con voz suave.
—¿A Dorset? A veces… —Angela suspiró—. Pero aquí hay algo que me retiene. Algo inquietante, sí, pero también bello. Como… si el peligro me excitara.
Clarimond sonrió, bajando la vista al borde de su taza.
—Yo también me siento así. Pero no es solo Whitby. Es ella.
Angela levantó la vista.
—¿Carmilla?
Clarimond asintió, casi avergonzada. Sus mejillas se sonrojaron.
—No sé qué me hace. Hay noches que sueño que me toma por la cintura y me besa los senos. Que me muerde el cuello mientras yo le suplico que no se detenga. Pero al despertar… no estoy segura de si fue un sueño.
Angela le tomó la mano, cálida, fuerte.
—No estás sola. Aquí todo se siente borroso, como si el deseo creciera con la niebla.
Hubo un silencio largo, íntimo. Clarimond apretó los labios y se inclinó hacia su prima. Por un segundo, sus rostros estuvieron a punto de encontrarse en un beso. Pero una figura interrumpió el momento: Jonathan, que las miró desde la puerta. Clarimond se apartó con una mezcla de rubor y deseo aún no resuelto. La atracción sáfica y súbita entre ambas las inquieto.
Más tarde, en su dormitorio, Angela y Jonathan se desnudaron lentamente. No con prisa, sino con reverencia, como si el deseo fuera una plegaria.
Ella se recostó en la cama de sabanas de lino oscuro y dejó que él se colocara sobre ella. Jonathan deslizó el rostro entre sus pechos suaves, besándolos uno a uno, deteniéndose en los pezones erectos que respondían como si buscaran su boca. Los apretó suavemente, lamiéndolos con devoción. Angela arqueó la espalda, gimiendo con voz quebrada.
—Te amo —susurró él entre caricias.
—Hazme tuya otra vez, como en Dorset y como las primeras veces en Wycliffe… pero más profundo, más lento… como si no hubiera mañana.
Y así lo hizo. La amó con la fuerza de un hombre y la ternura de un niño, con la fiereza de un amante y la entrega de un esposo. Angela lloró mientras alcanzaba el placer, sin saber por qué.
En otra parte del castillo, Clarimond caminaba dormida. O eso parecía. Sus pasos la guiaban hasta el jardín interior, donde Carmilla la esperaba sentada en una banca de piedra rodeada por lirios negros.
—Ven —dijo la condesa, sin moverse.
Clarimond obedeció. Se sentó a su lado. Carmilla le tomó el rostro con una dulzura antigua.
—Sabes quién soy, ¿no?
—Sí —susurró Clarimond—. Pero no quiero huir. Quiero entenderte.
—No puedes entenderme sin sentirme.
Y la besó. Sus labios se unieron apasionadamente pero con mesura.
Fue un beso lento, húmedo, profundo. Clarimond gimió y entreabrió los labios. Carmilla le acarició los senos por encima de la tela, y Clarimond no se opuso. Pero cuando sintió los dientes rozarle el cuello… se estremeció.
—No… aún no —dijo, jadeante.
Carmilla sonrió con tristeza.
—Entonces esperaré. El amor verdadero no se apresura. Y tú… eres más que una presa. Eres una elegida. Quiero más que solo la sangre de tu cuello.
Mientras tanto, Jonathan encontró en la biblioteca del castillo una crónica antigua sobre los Karnstein. Decía:
"Los hijos de Styria no mueren como nosotros. Vuelven. Siempre vuelven. Su carne no se pudre y su alma no se alza. Buscan sangre… y amor. Sobre todo amor, pues solo el amor verdadero puede volverlos humanos. O destruirlos."
El castillo pareció susurrarle algo en ese instante. Una palabra que no entendió… y que sin embargo se grabó en su mente:
Wycliffe.
Continuará...
Comentarios
Publicar un comentario