Un Italiano en Francia - Capítulo 1.


Un Italiano en Francia

Por: Dirk Kelly


Capítulo I: El huésped de mármol


Versalles, Francia, 1789. Dos meses antes de la Revolución.


El palacio de Versalles aún resplandecía con su fulgor dorado, aunque en los corredores alfombrados de seda ya se percibía el temblor de un mundo que pronto caería. Bajo los techos pintados de dioses y musas, la nobleza francesa no pensaba en revoluciones ni en hambre, sino en cuerpos, perfumes y jadeos; en los juegos políticos y de poder... y placer... Juegos voluptuosos que corrían de alcoba en alcoba como secretos disfrazados de máscaras.


El comercio, sin embargo, no se detenía. A la sombra de candelabros encendidos, hombres de Italia, Flandes y España ofrecían sus telas como quien ofrece tesoros de otra era. Entre ellos, Piero, joven mercader italiano de mirada oscura y barba y cabellos dorados, llegaba a Versalles con bultos de lino, terciopelo y brocados teñidos con los tonos de un otoño perpetuo. Sus textiles no solo vestían a damas y caballeros: alimentaban la vanidad insaciable de un reino que se adornaba mientras el suelo ardía bajo sus pies.


Los reyes de Francia, Luis XVI y María Antonieta, aparecían en los salones como astros lejanos, rodeados de un cortejo que olía a polvo de arroz, vino derramado y carne encendida. No eran solo símbolos de poder, sino también de un deseo sin freno, decadente y cruel. En los rumores sobre Versalles se hablaba de orgías secretas en pabellones apartados, de loas al dolor y al placer, como si incluso el espíritu del Marqués de Sade respirara en cada esquina, en cada pliegue de seda, en cada cortina corrida a deshoras.


Era en ese mundo donde Piero encontraría algo más que comercio: un pulso oscuro y magnético que lo arrastraría hacia la joven Fedora, hacia pasillos donde la política se mezclaba con la piel desnuda, y donde cada sombra podía ocultar tanto un amante como un verdugo.


Porque Versalles no solo era el palacio del Rey Sol: era también un cuerpo palpitante de lujuria, intriga y espectros antiguos. Y al tocar sus muros, uno sentía que la Historia —y el deseo— podían devorarlo entero.


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La tarde se inclinaba sobre Versalles con un resplandor dorado que parecía incendiar los ventanales y espejos del palacio. Entre el rumor de las fuentes y el desfile interminable de carrozas que traían cortesanos, embajadores y amantes furtivos, llegó Piero Bonetti.


Era un hombre que parecía esculpido más que nacido: alto, de hombros amplios, torso firme bajo la casaca de seda oscura, y barba recortada que destellaba tonos dorados bajo la luz. Sus botas resonaron en el mármol con una cadencia segura, como si cada paso declarase que él no era huésped, sino dueño del espacio que pisaba. Los criados lo miraban con una mezcla de temor y curiosidad; las damas, con deseo disfrazado de indiferencia.


Venía desde Italia con un propósito práctico: negociar un contrato de importación de telas y especias con el influyente Duque de Villeneuve. Pero pronto comprendió que Versalles no era un mercado: era un escenario de máscaras donde los negocios eran tan frágiles como las alianzas, y los cuerpos valían más que las monedas.


En la primera cena a la que fue invitado, Villeneuve le presentó a dos de sus concubinas. Una era pelinegra, de labios tan rojos como un vino espeso; la otra, rubia, de risa alta y pechos generosos. Ambas lo rodearon como si fuesen parte de un ritual pactado, susurrándole en francés palabras que no necesitaban traducción. Una mano recorrió su brazo; otra se posó cerca de su muslo. La tentación era inmediata, pero Piero, aunque en su interior ardía, no cedió. Fingió una cortesía educada, sonrió y se retiró con un pretexto vago. Sabía que entregarse a ese juego significaría quedar atado a los caprichos del duque antes de asegurar sus propios intereses.


Aquella abstinencia calculada lo hizo aún más deseable a ojos de la corte. Los rumores crecieron: ese italiano no es un simple mercader; es como un monumento de mármol que se deja admirar, pero no tocar.


Fue en ese mismo corredor donde la casualidad, o el destino, lo puso frente a Fedora Lafontaine.


Ella llevaba un cofre con cintas de seda para la reina María Antonieta. Su andar era rápido, casi nervioso, pero cuando pasó junto a Piero el mundo pareció suspenderse. Tenía el cabello rojizo recogido en un moño imperfecto que dejaba escapar mechones de fuego; la piel clara, casi luminosa; y un busto firme, apenas velado por la tela de su vestido sencillo de doncella. No era el esplendor artificioso de las damas de la corte; era algo más puro y al mismo tiempo más peligroso.


Sus ojos verdes se alzaron un instante hacia él. No sonrió, no habló. Pero en ese silencio se reconocieron, como dos piezas que el tablero de Versalles aún no había descubierto que estaban destinadas a encontrarse.


Piero la siguió con la mirada hasta que desapareció por una puerta lateral. Y aunque otros brazos lo rodearon en esa noche de veladas interminables, fue el resplandor rojizo de aquel cabello el que lo mantuvo despierto.


Versalles, comprendió, era un laberinto de mármol, espejos y trampas. Y en medio de ese laberinto, acababa de encontrar un secreto que podría cambiarlo todo.


Continuará...



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