Un Italiano en Francia - Capítulo 2.

 


Un Italiano en Francia

Por: Dirk Kelly


Capítulo II: Espejos y Susurros


Versalles era un palacio de espejos. No solo los que colgaban en las galerías infinitas, rodeados de candelabros, sino también los que nadie miraba: fragmentos escondidos en gabinetes privados, pequeños óvalos de mano olvidados en los tocadores, cristales empañados por el aliento de amantes furtivos. Todos ellos parecían guardar memorias ajenas, como si la piedra misma de aquel lugar respirara secretos.


Piero Bonetti lo comprendió pronto. Cada vez que cruzaba un pasillo solitario, creía sentir que alguien lo observaba desde detrás del vidrio. Y sin embargo, no era miedo lo que lo invadía, sino una inquietud placentera, una vibración en la piel semejante al deseo reprimido.


Fedora aparecía siempre en los lugares donde menos se esperaba: doblando la esquina de un corredor vacío, descendiendo las escaleras con un candelabro en la mano, atravesando con rapidez una galería desierta. Cada encuentro era breve, pero cargado de electricidad. Una mirada sostenida un segundo más de lo debido, una palabra de cortesía pronunciada con voz trémula, un roce de dedos al entregarle un paño de seda. Nada que pudiera ser denunciado… y, sin embargo, todo lo que podía encender un incendio.


Una tarde gris, mientras la corte se agolpaba en los salones para escuchar los discursos inflamados de nuevos agitadores políticos, Piero siguió un murmullo hasta una galería apartada. Allí encontró a Fedora, sola, frente a un espejo alto de marco dorado. Ella estaba inmóvil, como hechizada, con los labios apenas entreabiertos.


—¿Qué ves? —preguntó él, con una voz baja que no quería romper el sortilegio.


Fedora giró apenas la cabeza. Sus ojos parecían humedecidos.
—Algo que no debería mostrarme el espejo.


Piero se acercó. En el reflejo, no estaban parados como realmente estaban, separados por un par de pasos. En el vidrio, él rozaba su mejilla con la suya, y su mano reposaba en la curva de su cintura. La respiración de ambos en el reflejo se mezclaba en una danza íntima que aún no había ocurrido en la realidad.


Fedora se estremeció.
—Dicen que algunos espejos de este palacio fueron traídos de monasterios profanados… Que devuelven no lo que es, sino lo que los cuerpos desean.


El italiano sonrió con esa calma peligrosa que lo caracterizaba.
—Tal vez entonces este espejo nos conoce mejor que nosotros mismos.


Ella desvió la mirada, pero sus mejillas ardían. La tensión se hizo insoportable: entre el deseo de huir y el deseo de rendirse, Fedora quedó atrapada. Y Piero lo sintió; como cazador, reconoció que aquel temblor era más el de la entrega que el del miedo.


En ese mismo corredor, alguien había dejado caer un papel. Piero lo recogió y lo desplegó. No era un simple escrito: era una carta firmada por Donatien Alphonse François de Sade, fechada semanas atrás. El texto, con frases apasionadas sobre libertad, placer y la caída de los reyes, estaba dirigido a un noble cuyo nombre estaba tachado.


Fedora, con voz apenas audible, recitó un fragmento:
—“Los cuerpos no pertenecen a Dios ni al Rey. El cuerpo es la única patria verdadera”.


Al pronunciar esas palabras, un rubor la recorrió de los pechos al cuello. Bajó la mirada, respirando agitadamente, como si el mero acto de leer hubiese desatado algo oculto en su interior.


Piero la observó, fascinado. Aquella doncella, virgen aún en la corte, llevaba escondido un volcán. El eco de las frases libertinas resonó en el silencio, y en su propia carne sintió un estremecimiento: la tensión de su virilidad apretando contra el terciopelo de sus mallas, traicionando lo que su compostura intentaba ocultar.


Ella lo percibió, aunque no lo miró directamente. Los espejos lo revelaban todo: en el vidrio, podían verse los contornos de su excitación, la curvatura potente que lo traicionaba. Fedora mordió su labio inferior. Y entonces, por un instante, se vio a sí misma en el reflejo no como doncella de la reina, sino como amante futura de ese italiano que parecía nacido del mármol.


Un ruido lejano interrumpió el hechizo: carcajadas, pasos de cortesanos que se acercaban. Fedora recogió sus cintas y desapareció con rapidez, dejando tras de sí el eco de su perfume y la carta de Sade en las manos de Piero.


El italiano se quedó solo, frente al espejo, observando esa imagen imposible de dos cuerpos entrelazados. Sabía que no había retorno. La corte conspiraba contra el trono, pero su propia sangre conspiraba contra su voluntad.


Y en los pasillos húmedos de Versalles, los espejos parecían reírse suavemente de su dilema.



Continuará... 







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