Un Italiano en Francia - Capítulo 3.
Un Italiano en Francia
Por: Dirk Kelly
Capítulo III: La noche de los corredores vacíos
La tormenta cayó sobre Versalles como un presagio. El cielo, encendido de relámpagos, parecía anunciar que el mármol del palacio pronto se quebraría. Los cortesanos se agolparon en los salones dorados, refugiados entre carcajadas, música y copas rebosantes de vino. Pero más allá de esas salas, los corredores estaban desiertos, cubiertos de sombras danzantes que las velas apenas lograban apartar.
Fue allí donde Piero encontró a Fedora. Ella caminaba con un candelabro entre manos, la llama temblando como su propia respiración. La lluvia golpeaba contra los ventanales con un murmullo casi humano.
—¿No temes a la tormenta? —preguntó él, su voz ronca en la penumbra.
Fedora lo miró, y en ese instante el resplandor del rayo iluminó su rostro: la piel tersa, los labios entreabiertos, los ojos que ya no sabían disimular.
—Temo más a otras cosas que a la tormenta —susurró ella.
El silencio posterior fue absoluto, roto solo por el tamborileo de la lluvia. Piero se acercó, lento, como si cada paso fuera una confesión. Tomó su mano; estaba fría, pero no la retiró.
El contacto fue suficiente para que ambos comprendieran lo inevitable. No hubo palabras. Hubo un roce de mejillas, un temblor compartido, un abrazo contenido demasiado tiempo. Las respiraciones se mezclaron, los cuerpos se alinearon como atraídos por una fuerza más antigua que ellos.
Entonces, el espejo del corredor devolvió algo imposible: no eran dos figuras contenidas en la penumbra, sino dos amantes desnudos en una alcoba iluminada por velas. Fedora vio sus propios hombros descubiertos, el cabello suelto, los labios enrojecidos por besos que aún no había recibido. Vio el torso de Piero, fuerte como el mármol de una estatua, inclinado sobre ella.
Apartó la vista con un gemido ahogado.
—No… no podemos…
Piero, con una sonrisa apenas dibujada, murmuró:
—Quizá ya lo hemos hecho, y el espejo solo guarda la memoria.
El deseo ardía como un veneno dulce. Sus dedos se deslizaron sobre la curva de su cintura, rozando el borde del corsé bajo la seda. Fedora tembló, más de entrega que de resistencia. Sus labios se acercaron, tan próximos que la tentación parecía insuperable.
Pero un sonido los detuvo: pasos firmes, voces que se acercaban. Ambos se apartaron con rapidez, justo cuando al fondo del corredor aparecieron la reina María Antonieta y el rey Luis XVI, escoltados por un par de cortesanos. La reina sostenía un abanico de plumas blancas; sus ojos cansados, sin embargo, destellaron al posarse un instante en el italiano y la doncella.
—El palacio parece encantado esta noche —comentó Antonieta, con tono ambiguo, como si supiera más de lo que mostraba.
Luis XVI, distraído, apenas murmuró algo sobre la tormenta y los impuestos, sin reparar en nada más. Pasaron de largo, dejando tras de sí el eco de sus pasos.
Cuando quedaron nuevamente solos, Fedora apoyó la frente en el pecho de Piero, escuchando el latido desbocado que coincidía con el suyo.
—Si nos descubren… —dijo entrecortada.
Él le levantó suavemente el rostro. Sus labios casi se rozaron, pero un rayo estalló contra la vidriera, iluminándolos con luz azulada. El palacio pareció contener la respiración. Y ella, estremecida, dio un paso atrás.
—Aún no… —susurró, como si se convenciera a sí misma.
Piero no insistió. Solo tomó su mano una vez más y la besó en silencio, un gesto antiguo que sin embargo ardía con toda la fuerza de un amante.
La tormenta continuó afuera. Los corredores siguieron vacíos, y los espejos permanecieron testigos mudos. Pero en el aire quedó la certeza de que, tarde o temprano, nada podría contener lo que esa noche había despertado.
Continuara...

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