Un Italiano en Francia - Capítulo 4.




Un Italiano en Francia

Por: Dirk Kelly


Capítulo IV – Dorset


La revolución estalló como un incendio. Piero y Fedora ya estaban en un pueblo a las afueras de Paris camino a la costa en frontera marítima con Reino Unido. Habian salido dias antes de Versalles.


Las llamas de París iluminaron la distancia.


Dias antes Versalles se volvió un laberinto de rumores y sospechas. Los corredores que habían albergado espejos y susurros se llenaron de ojos inquisidores. Fedora, siempre tan recta en su servicio, percibió la mirada de la reina aquella última noche que estuvieron ahí: un destello de complicidad, como si María Antonieta supiera que aquella doncella había elegido ya un destino distinto al suyo.


Esa tarde, Piero y Fedora habían salido a caminar por la ciudad, disfrazados de sencillos burgueses. Ella vestía una falda de lino beige y una capa azul oscuro, él una casaca sin adornos y un sombrero de ala baja que le cubría los rizos dorados. Les gustaba perderse entre los puestos del mercado, oír las voces del pueblo, sentir el olor del pan recién horneado y del vino barato que corría entre los barriles abiertos.


Fue en esas salida cuando lo notaron.


Los rostros endurecidos, las palabras susurradas, las miradas cargadas de furia y esperanza. Un panadero discutía con un soldado, una mujer gritaba nombres de nobles caídos en desgracia, y en una esquina un niño agitaba una tela roja manchada de barro. La ciudad hervía. Fedora lo entendió antes que nadie: algo se avecinaba. Algo imposible de detener.


—¿Lo oyes, Piero? —susurró ella aquella tarde, mientras caminaban bajo los balcones del Marais—. París respira como un animal a punto de saltar.


—Entonces saltará pronto —respondió él, con una media sonrisa que no ocultaba su inquietud—. Y cuando lo haga, más valdrá estar lejos del rugido.


Esa noche, cuando regresaron a la residencia en Versalles  del Duque de Villenueve, ninguno de los dos cenó. Piero se encerró con sus papeles de comercio y Fedora empacó discretamente lo esencial: una cadena de oro, un pañuelo con las iniciales F.L., y una pequeña miniatura que mostraba a ambos en los jardines de Versalles, pintada por un artista amigo.


A la mañana siguiente, las campanas repicaban sin motivo aparente y los criados murmuraban que la Guardia había marchado hacia el centro de París. La revolución ya tenía nombre.


Mientras tanto, en su despacho del ala norte, el Duque Armand de Villenueve observaba la ventana vacía del taller donde Piero acostumbraba a trabajar los diseños de tela y pergamino. Frunció el ceño, fastidiado por la ausencia de su socio.


Pensó que quizá el joven italiano habría salido otra vez de paseo, mezclándose entre la gente común con aquella desvergüenza romántica suya. O, más probable aún, que se hallaba en algún jardín cercano, fornicando a cielo abierto con la enigmática Fedora Lafontaine, esa mujer de mirada imposible y manos de seda que lo había hechizado desde el primer día.


El Duque encendió una lámpara, hojeó el contrato inconcluso de la nueva empresa textil y sonrió con ironía:


—Que el placer no los aparte demasiado de los negocios —murmuró para sí—. El mundo puede cambiar, pero el deseo y el amor... ellos siempre encuentran su cauce.


Así, cuando un par de dias después el primer grito recorrió las calles, Piero y Fedora ya habian partido en secreto, aquella noche anterior, con ropas sencillas que no delataban su rango ni su origen. Viajaron a través de aldeas dormidas, cruzando campos que olían a humo y ceniza, hasta alcanzar la costa. El mar embravecido los recibió con sal y viento, pero en la cubierta del barco, entre las sombras de los mástiles, Piero sostuvo la mano de Fedora y supo que ninguna tempestad podría separarlos.


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En Dorset, Inglaterra, el aire era distinto: húmedo, salado, impregnado de la bruma marina. El primo lejano de Piero, Lord Wycliffe, los recibió en su finca sobre los acantilados. La mansión, de piedra gris, parecía un recuerdo medieval aferrado a la tierra. Allí, entre el rumor de olas rompiendo abajo y los corredores silenciosos, encontraron refugio.


Los días transcurrían con calma. Fedora caminaba por los riscos, el cabello rojizo suelto al viento, mientras Piero la observaba como si aún fuera aquella visión prohibida en los espejos de Versalles. Había en ellos una melancolía inevitable: la certeza de que lo perdido nunca volvería. Y, sin embargo, cada mirada compartida, cada roce de dedos en las tardes junto al fuego, era un triunfo íntimo sobre la violencia del mundo.


Una noche, durante una cena de negocios en la finca del primo Wycliffe, apareció Clarimond de Mombray: una visitante de Whitby, comerciante en textiles. Su presencia llenó el salón con una belleza que no era de este tiempo. Alta, pálida, con un cabello oscuro que contrastaba con el brillo casi febril de sus ojos, Clarimond hablaba de telas y sedas, pero parecía que cada palabra tuviera un segundo sentido. Fedora la miraba con curiosidad incómoda, y Piero no podía dejar de notar lo imposible: Clarimond era el vivo retrato de un lienzo que habían visto en Versalles, una pintura de 1325 de una condesa anónima de mirada oblicua y sonrisa secreta.


Ya a solas, en la recámara, Fedora habló en voz baja:


—No puede ser ella… debe de ser una descendiente.


Piero rió suavemente, desatando las cintas de su casaca y dijo:


—¿O tal vez una vampireza, como en las leyendas?


Fedora fingió reprocharlo, pero sus ojos ardían de un brillo inquieto. Afuera, la luna bañaba el acantilado de un resplandor lechoso, y la figura de Clarimond parecía aún moverse en el recuerdo, como un eco que no quería desaparecer.


La noche se cerró sobre ellos. En la mansión, los espejos ya no mostraban visiones imposibles. Pero cuando Piero tomó a Fedora en sus brazos, sintió que todo lo prometido en aquellos reflejos se había cumplido al fin: los labios, la piel, el estremecimiento y calor compartidos. 


El escenario infernal francés había quedado atrás. En Dorset, entre la bruma marina y los riscos, nacía una vida nueva. El amor casual y no tan libertino se había vuelto amor verdadero. Y aunque el mundo ardiera detrás de ellos, ahora la promesa de un futuro dulce y luminoso brillaba en cada amanecer junto al mar.


FIN





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