Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña - Capítulo 2.
Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña
Por: Dirk Kelly
Capítulo II – El rescate del mosquetero
El calabozo apestaba a humedad, a hierro oxidado y a cuerpos derrotados. Las antorchas que colgaban de las paredes apenas iluminaban la piedra mohosa. El Duque de Villeneuve yacía en un rincón, aún orgulloso pese a la suciedad de sus ropas, con el rostro endurecido como mármol. Isolde, con la piel perlada de sudor y el cabello rubio enmarañado, temblaba de rabia más que de miedo, mientras Claudine, de labios encendidos y ojos como carbones brillantes, parecía tan fría y calculadora como siempre, aun en la desgracia.
Los dos guardias que vigilaban la celda reían entre dientes, intercambiando comentarios sobre los cuerpos de las mujeres y del propio Duque. La tensión era insoportable, el presentimiento de lo peor flotaba en el aire.
Entonces, los pasos de botas firmes resonaron en el pasillo. Una silueta se recortó contra la luz vacilante de las antorchas: un hombre de uniforme revolucionario, de porte erguido y mirada acerada. Pierre d’Artagnan, nieto de mosqueteros, hijo de campesinos enriquecidos, soldado de la nueva Francia.
Su entrada impuso silencio. Su rostro era joven pero endurecido por las batallas, y sus ojos oscuros se clavaron de inmediato en los de Isolde. Fue como un golpe eléctrico: la atracción súbita y feroz de dos cuerpos destinados a encontrarse. Ella, con el pecho aún medio expuesto tras el forcejeo, sintió un calor nuevo que nada tenía que ver con el temor. Él, endurecido por la disciplina, sintió que todo su cuerpo respondía a esa mujer de curvas generosas y mirada ardiente.
—Déjenlos a mí —ordenó Pierre a los guardias, con voz firme.
Los hombres dudaron, pero el apellido de d’Artagnan aún tenía un peso secreto, un eco de leyenda. Murmurando maldiciones, cedieron.
Claudine, siempre perspicaz, percibió la chispa entre Pierre e Isolde, y lo aprovechó al instante. Avanzó hasta los barrotes, dejando que la tenue luz de la antorcha acariciara sus labios rojos y su cuello delicado.
—Monsieur d’Artagnan… —susurró Claudine con voz baja, como una plegaria profana—. Usted no es como ellos. Usted sabe distinguir entre la justicia y la barbarie.
Pierre la miró con dureza, aunque su respiración se aceleró apenas al sentir su proximidad. Claudine entrelazó sus dedos en los barrotes, inclinándose de manera que sus labios casi rozaran el acero húmedo.
—Mi señor el Duque aún posee fortuna… tierras, cofres de oro… y yo sé cómo hacer que esas riquezas lleguen a sus manos si nos ayuda. —Su sonrisa era un filo en la oscuridad—. Pero no es solo oro lo que ofrezco.
Isolde, con los ojos brillando como brasas, completó la trampa involuntaria: su mirada a Pierre no era de súplica, sino de deseo puro, animal, directo. El joven soldado sintió que algo se quebraba dentro de su férrea disciplina.
El Duque, erguido pese a la humillación, habló con voz grave:
—Ayúdenos, d’Artagnan, y yo Villeneuve seré su aliado. El oro, las tierras… y más.
Pierre dudó solo un instante. Luego, con un movimiento brusco, sacó la llave de su cinturón y abrió los barrotes.
—Rápido. Antes de que alguien más venga.
Las manos de Isolde temblaron al aferrarse al brazo del soldado Pierre d'Artagnan, y su contacto fue como fuego líquido. Claudine, detrás, sonrió con esa calma venenosa que la caracterizaba. Habían conseguido no solo un salvador… sino un hombre que, sin saberlo, estaba ya atrapado en la red de sus pasiones.
Versalles caía en manos de la Revolución. Pero entre esas paredes húmedas, otro tipo de tormenta había comenzado a encenderse.
Continuará...

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