Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña - Capítulo 1.
Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña
Por: Dirk Kelly
Capítulo I – El arresto en Versalles
El fuego de los candelabros derretía la cera en hilos lentos, como si midiera el pulso de un placer que no conocía tregua. En la alcoba privada del Duque Armand de Villeneuve, la seda de los cortinajes caía como un cielo nocturno sobre los cuerpos entrelazados. El noble, aún vestido con parte de su casaca azul bordada en hilo de oro, sostenía entre sus manos las caderas de Isolde de Marçay, rubia voluptuosa de ojos encendidos, mientras Claudine Morel, de cabello negro y labios como vino derramado, se inclinaba entre ambos, mordiendo, acariciando, susurrando palabras que se confundían con gemidos.
Era un menage à trois de refinada decadencia, casi un ritual aristocrático contra el tedio de Versalles. El Duque, con su porte altivo y su musculatura contenida bajo los encajes, dominaba y se dejaba dominar con la misma altivez. Isolde arqueaba su espalda como si ofreciera su busto al mismo altar del deseo, y Claudine, más astuta y felina, lo conducía todo con una calma calculada, como una sacerdotisa del libertinaje.
La estancia olía a sudor, perfume caro y vino derramado. Afuera, los corredores del palacio aún resonaban con murmullos de intrigas políticas, pero allí dentro solo reinaba la carne, la respiración entrecortada, el roce de pieles calientes. Cuando al fin se derrumbaron sobre las sábanas de lino bordado, exhaustos y satisfechos, quedó un silencio espeso, casi sacrílego.
Fue Isolde quien, jugando con un mechón de su cabello rubio y húmedo, dijo entre jadeos:
—Hace días que no veo al italiano y a su doncella pelirroja… ¿cómo se llamaba? Fedora.
Claudine, con la piel aún perlada de sudor, añadió con voz grave:
—Piero Bonetti. Se marchaban a menudo juntos, siempre esquivando las miradas. Como si supieran algo que los demás ignoramos.
El Duque, recostado en la cabecera, acarició lentamente la pierna desnuda de Claudine y sonrió con cierto desdén:
—Ese Bonetti juega con fuego. Demasiada discreción en estos tiempos es sospechosa. Y la corte está a punto de incendiarse.
Las palabras quedaron flotando. Afuera, el rumor de la Revolución crecía como un trueno lejano. Era inicios de julio de 1789, y el palacio, aunque aún resplandeciente, se hallaba rodeado por un aire de inminente tormenta.
De pronto, un estruendo metálico retumbó en el corredor. Voces roncas, gritos de “¡traidores! ¡lujuriosos parásitos de Francia!” llenaron la noche. Las puertas se sacudieron violentamente, y antes de que pudieran cubrir sus cuerpos con las sábanas, una turba de guardias revolucionarios irrumpió.
Los ojos de los hombres que los sujetaban con rudeza se encendieron con un deseo cruel. Uno de ellos, con cicatrices en la cara, miró a Isolde con descaro, bajando la vista hacia sus pechos descubiertos. Otro, más joven y brutal, rió al ver al Duque apenas cubierto por una sábana, y murmuró:
—Miren qué aristócrata tan delicado… hasta sus nalgas parecen cinceladas para el placer.
Las concubinas se aferraron a Armand, que intentó cubrirlas inútilmente con los pliegues de la sábana. El aire se volvió sofocante, cargado de miedo, lujuria y violencia. Versalles, el templo del lujo y del libertinaje, caía en manos de la plebe, y el Duque, por primera vez, sintió que sus títulos y su fortuna no podían salvarlo de lo que estaba por venir.
En la penumbra del calabozo al que los arrastraron, con los barrotes resonando y el eco de la multitud afuera clamando sangre, comenzó para los tres un encierro cargado de peligro… y de promesas oscuras.
Continuará...

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