Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña - Capítulo 5.

 


Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña  

Por: Dirk Kelly


Capítulo V – Cataluña.



El aire de Cataluña no era como el de Francia. Aquí, el viento parecía más limpio, más cargado de sal y de aromas cítricos; un aire que invitaba a soltar el peso de las sombras recientes. La mansión del primo del Duque, con sus muros ocres y balcones abiertos hacia viñedos infinitos, se alzó como un santuario de fuga y deseo.


El Duque Armand de Villeneuve, aunque aún con las heridas invisibles del exilio, se sintió renacer al pisar esa tierra cálida. Pierre, por su parte, no podía apartar los ojos de Isolde: la había tenido entre sus brazos en la frontera, y cada mirada, cada roce, lo hacía arder de nuevo. Claudine, astuta como siempre, veía todo con ojos de ajedrecista: conocía los deseos de cada uno y sabía que en esa nueva tierra el pudor se deshacía una vez más como la cera bajo el sol.


La primera noche en Cataluña fue de celebración. El primo del Duque descorchó los mejores vinos de su bodega, los criados sirvieron carnes asadas y panes recién horneados, y la música catalana llenó los corredores con un ritmo que empujaba los cuerpos a moverse, a rozarse, a desear más.


Fue Pierre quien derramó accidentalmente la copa de vino sobre el vestido de Isolde. El líquido rojo corrió por su escote como sangre espesa, y ella rió, dejando que las gotas mancharan su piel. Él, con mirada encendida, bajó la cabeza para limpiar con su boca lo que sus manos no alcanzaban. Los gemidos ahogados de Isolde se mezclaron con el murmullo de la fiesta, como un secreto compartido entre paredes antiguas.


Claudine, viendo la escena, tomó al Duque de la mano y lo condujo hacia un corredor lateral. Allí, entre cortinas de seda y candelabros apenas encendidos, lo provocó con la furia de una mujer que sabe lo que quiere. Se puso de pie frente a él, se inclinó, y con un gesto felino se alzó la falda hasta mostrarle la humedad de su deseo en su Monte de Venus. El Duque, enardecido, la tomó contra la pared. Sus embestidas eran potentes, animales, y Claudine se aferraba a sus hombros mientras sus uñas marcaban la piel del noble. Sus manos, traviesas y hambrientas, se cerraron en torno a las firmes y poderosas nalgas de Armand, apretando con una mezcla de posesión y éxtasis.


En otro salón, Isolde se rendía a Pierre. La falda había caído al suelo como una bandera vencida, y la joven temblaba sobre la mesa de roble, los muslos abiertos, recibiendo con un estremecimiento la boca de él, que recorría su piel con una devoción febril. Cada suspiro suyo era un grito ahogado, cada caricia una traición al pasado y una promesa de un nuevo futuro.


Los cuatro, esa noche, cada pareja en su propio escenario, fueron atrapados en un laberinto carnal que borraba fronteras, nombres, temores.


Las paredes antiguas parecían escuchar los suspiros como si fueran plegarias.
El vino derramado sobre las sábanas liberaba un perfume oscuro, casi hechizante,
y los vestidos recién despojados caían al suelo con la suavidad de pétalos rendidos ante el calor del deseo.


Las manos —unas voraces, otras temblorosas, otras seguras de su derecho a explorar—
buscaban piel, buscaban poder, buscaban encontrar en el otro ese brillo secreto que solo aparece cuando la noche es lo bastante profunda para devorar la culpa.



El tacto se volvió un idioma.



La respiración, una confesión.



Los cuerpos, un pacto sin palabras sellado en la carne y repetido una y otra vez como si la madrugada no fuera a llegar jamás.


En esas habitaciones cálidas, bajo luces bajas que parecían derretirse, el mundo desapareció.



Quedó solo la música muda del roce: el golpeteo suave de un cabecero contra la pared, el jadeo compartido que se volvía canto, el estremecimiento que se propagaba de pecho en pecho hasta perderlos en un vértigo compartido, dulce y brutal.


Cataluña no era solo su refugio.


Era fuego.


Era renacimiento.


Un pequeño universo de tejas rojas y noches templadas que olían a sal y a humedad antigua.


Un lugar donde la piel brillaba más, donde el deseo se volvía una brújula dorada, y donde cada gemido marcaba un punto cardinal nuevo en el mapa de lo prohibido.


Allí, entre muros centenarios y sábanas que parecían arder, el amor dejó de ser una palabra complicada
y se convirtió en impulso, en necesidad, en rito.


Cataluña era el escenario donde el deseo por fin se liberaba, no podía reprimirse, no quería ocultarse.
Como si la tierra misma —vieja, fértil, indomable—los hubiera reclamado para que ardieran un poco más fuerte esa noche, como si supiera que, al amanecer, tal vez todo volvería a cambiar.


Y mientras en Francia la guillotina reclamaba su tributo de sangre, en esa mansión catalana los cuatro fugitivos descubrían que sobrevivir también era rendirse al placer.


Continuara...



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