Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña - Capítulo 3.

 


Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña  

Por: Dirk Kelly


Capítulo III – La Huida a la Frontera 


Las campanas de las aldeas repicaban con furia, no para anunciar la misa, sino para llamar al pueblo a las armas. Francia estaba incendiada. Versalles, otrora un edén de terciopelos y fuentes danzantes, se había convertido en rumor de hogueras, cuchillos escondidos y gritos de odio contra los nobles.


En ese caos, la huida del Duque, Claudine, Isolde y Pierre d’Artagnan se volvió un ajedrez mortal. Las carreteras estaban infestadas de barricadas improvisadas, campesinos exaltados y soldados desertores que habían cambiado de bando. Y sin embargo, en esa huida al filo de la guillotina, el deseo se entrelazaba con el miedo como un veneno dulce.


Isolde, con la piel aún encendida por las noches de Versalles, miraba de reojo a Pierre. Su porte de mosquetero, con la casaca gastada por la guerra pero los ojos brillando como acero bruñido, le provocaba escalofríos que nada tenían que ver con el frío de la madrugada. Él también la miraba con la gravedad de un hombre curtido, pero incapaz de resistir la carne joven y los labios húmedos que lo tentaban en medio de la oscuridad.


Claudine lo percibía todo. Desde su asiento en la carreta, cubierta con un abrigo de plumas negras que contrastaba con su piel nívea, jugaba con ellos como piezas de un tablero secreto. Había sido amante del Duque, confidente de Fedora y ahora se insinuaba como sombra entre Isolde y Pierre.


—Veo fuego en vuestros ojos… —susurró, mientras el traqueteo de la carreta marcaba un compás febril—. Y no es solo el de París en llamas.


El mosquetero quiso desviar la mirada, pero la voz de Claudine se deslizó como seda en su oído.


—Tenéis un deber, Pierre, y no es únicamente con Francia… —dijo, dejando escapar una risa baja, casi obscena—. Isolde arde por vos. ¿Lo negaréis, caballero?


Isolde, ruborizada, no se defendió. Bajó la vista, pero sus labios apenas abiertos eran la confesión silenciosa de un deseo reprimido. Pierre sintió que el aire se volvía pesado, como si cada respiración fuera un sorbo de vino espeso y prohibido.


El Duque, ocupado en conducir la carreta y  trazar el camino hacia la frontera, parecía ajeno al juego, aunque sus ojos de vez en cuando se desviaban hacia Claudine, que controlaba cada gesto, cada roce accidental en la estrechez de la carreta.


Una tormenta estalló en el cielo. La lluvia golpeaba los maderos, oscureciendo aún más el camino, mientras en los pueblos cercanos ardían los estandartes de los Borbones. A cada relámpago, Pierre veía el perfil de Isolde, su piel perlada de sudor, su respiración agitada. Y en la penumbra, Claudine lo empujaba con palabras venenosas y dulces.


—Déjate arrastrar, mosquetero. El deber muere cuando reina el deseo.


En medio del fragor, los cuerpos comenzaron a encontrarse: un roce de manos bajo la manta, un suspiro ahogado en el cuello de Isolde, un gemido apenas contenido que se mezclaba con el retumbar del trueno. Claudine sonrió satisfecha: su obra maestra avanzaba.


Así atravesaron una Francia desgarrada: hogueras en las aldeas, cabezas en picas, conventos saqueados… y en la intimidad de la carreta, un volcán de deseo que amenazaba con desbordar en cualquier instante.


El camino a la frontera no era solo una huida de la Revolución: era la caída de máscaras, la confesión de pasiones, el principio de una guerra privada entre carne y voluntad.


Continuará...



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