Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña - Capítulo 7.

 



Lujuria en Versalles, Amor en Cataluña  

Por: Dirk Kelly


Capítulo VI – Bodas en Cataluña


Un par de meses después...


La catedral de Girona se erguía solemne, con sus muros de piedra bañados en la luz temblorosa de cientos de cirios. El incienso impregnaba el aire, mezclado con el perfume de flores blancas y vino derramado en cálices de plata. Los cantos resonaban en las bóvedas como si ángeles invisibles observaran aquella unión, aunque los presentes sabían que era más el deseo humano —que la gracia divina— el verdadero motor de aquella ceremonia.


En el altar, Armand de Villeneuve sostenía con firmeza la mano de Claudine Morel. No era un gesto delicado: era posesivo, decidido, como si al apretarla quisiera dejar claro que aquel matrimonio era una alianza hecha de cuerpo y estrategia aunque tambien de amor. Claudine, radiante en un vestido de encaje que parecía diseñado para insinuarlo todo sin mostrar nada, alzó la vista y sonrió. Su sonrisa, como siempre, era un pacto íntimo y una advertencia disfrazada de ternura. Sus labios, curvados con un triunfo abiertamente sensual, decían más que el sermón del obispo… y Armand lo sabía.


El Duque la deseaba incluso allí, frente a todos, con una urgencia que apenas lograba ocultarse bajo su porte impecable.  A su lado, Pierre d’Artagnan aguardaba erguido, rígido como si aún llevara el uniforme de mosquetero del regimiento. Pero era otra cosa la que lo tensaba: sus ojos fijos en Isolde de Marçay. La joven parecía una visión salida de un sueño peligroso. El velo ligero que llevaba no hacía nada por ocultar la línea suave de sus hombros ni la curva plena de su pecho. Cada movimiento de ella le recordaba las noches recientes, esas en las que Pierre la había tomado con hambre, descubriendo cada rincón de su piel como un territorio prohibido. Isolde, ruborizada, bajó la mirada un segundo. No era timidez. Era memoria. Su cuerpo aún llevaba marcas invisibles de él, y más de una vez tuvo que apretar las piernas para no revelar cuánto la afectaba verlo allí, tan cerca y tan oficial.


Verse a sí mismos entre ellos: Armand, Claudine, Pierre e Isolde y unirse así les removía algo profundo. Algo cálido. Algo que aún los unía desde cuando las luces se apagaron en Versalles y su nueva vida comenzó. Una sonrisa compartida por los cuatro al mismo tiempo que, por un instante, ni Pierre ni Armand lograron descifrar del todo… pero que Isolde y Claudine sintieron recorrerles la piel como un soplo frío y ardiente al mismo tiempo entre las costillas.


El sacerdote elevó la voz, recitando los votos que sellarían aquella doble boda que toda Cataluña recordaría como un espectáculo de opulencia, exilio y deseo. Los testigos observaban con sonrisas sinceras y otras no tanto. Algunos murmuraban sobre la extravagancia del Duque; otros sobre la belleza descarada de las novias y la intensidad de los novios. Pero todos compartían cierta fascinación: cuatro franceses venidos de un país en llamas estaban creando allí, en medio de un santuario catalán, un futuro que olía más a pasión que a devoción.


En la primera fila, Piero Bonetti y Fedora Lafontaine intercambiaron una mirada cómplice. Fedora, con su cabello rojizo recogido bajo un tocado sencillo, apretó con suavidad la mano de su italiano. Era un gesto pequeño para lo que ambos recordaban: noches de fuga, cuerpos temblando por miedo y por amor, pieles ardiendo mientras afuera se escuchaban tambores revolucionarios.


Piero inclinó apenas la cabeza hacia ella. Fedora entendió. No necesitaba palabras. Él pensaba que sobrevivir tenía algo de arte. Y sabía que, para ellos, el arte siempre había sido también el placer de estar vivos… juntos, con sus vestidos elegantes o simplemente desnudos, respirando el uno contra el otro después de escapar de la muerte.


Las campanas repicaron al unísono. El obispo los habia declarado marido y mujer. El Duque besó a Claudine con la intensidad de un hombre que hace del matrimonio una conquista más. Pierre tomó el rostro de Isolde entre sus manos y la besó como quien bebe de una fuente inagotable de pasion, amor y ternura. Los aplausos retumbaron, mezclados con exclamaciones en francés, catalán y latín.


Pero en lo alto, desde un balcón en penumbra, dos siluetas femeninas observaban.


Clarimond de Mombray, de cabellos oscuros y rostro tan sereno como un retrato antiguo, apoyó las manos en la baranda de piedra. A su lado, con una sonrisa que era puro veneno y caricia, estaba Carmilla Karnstein. La luz de los cirios apenas alcanzaba a iluminar sus labios rojos cuando se inclinó hacia la oreja de Clarimond y susurró:


—El mundo arde y renace, mi amada. Pronto tendremos nuevos amigos en esta era…


Clarimond respondió con un gesto apenas perceptible, una sonrisa que contenía siglos de secretos...


Porque aquella expresión —bella, tranquila, pero demasiado antigua— no era nueva en ella.


Un recuerdo que no pertenecía a ese siglo, ni a esa boda, ni a esas vidas recién unidas entre flores y votos.


Era un eco.


Un recuerdo que la golpeó con la fuerza de un perfume que vuelve después de mucho tiempo:



Clarimond recordó... Año 1320 en Wycliffe, Yorkshire, Inglaterra...



... Despues de Jonathan y Linus Van Helsing  vencer en parte a Carmilla, Angela había encontrado un libro escondido en el fondo de un baúl polvoriento heredado por Lord Winston Wycliffe. Un volumen oscuro, sin adornos, con páginas ásperas que parecían manchadas por manos que ya no existían.

 

El título, en latín, era un presagio: “De sanguine et nocte.”


Y fue allí, entre símbolos y letras en latín que parecían respirar y dibujos que no correspondían a manos completamente humanas, donde Angela leyó por primera vez el apellido Karnstein. Un nombre que latía como una herida vieja. Un nombre que prometía regresar.


Desde entonces, Jonathan y Angela vivieron unos meses más en la propiedad de Winston, intentando retomar su vida como la habian tenido en Dorset, trabajando la tierra como antes… pero ya no era igual. Las noches tenían otro peso. La luna los miraba distinto.


Porque Clarimond de Mowbray, la joven prima rescatada de un destino terrible, no era simplemente una mujer más.


Dormía durante el día. Salía solo por las noches.


Bañaba su cuerpo desnudo en la playa como si el mar la alimentara. Y cuando miraba la luna, lo hacía con una devoción casi religiosa…y un hambre que ni Jonathan Thorne, ni Angela Ravenshire nunca se atrevieron a poner en palabras.


Clarimond era desde entonces libre. Pero ya no era del todo humana.


Y bajo una colina, en una cámara olvidada por todos salvo por la luna, Carmilla dormía. Dormía con paciencia, con deseo, con esperanza. El mundo aún no era el suyo, pero sabía que algún día —siglos después— nuevas pieles temblorosas, nuevos corazones rotos, nuevos amantes hambrientos de amor correspondido…volverían quizás a pronunciar su nombre.


Y ahora, en 1789, frente al altar catalán, Clarimond —vestida como invitada, pero marcada por la noche— sonreía otra vez junto a Carmilla.


La misma sonrisa. La misma historia. El mismo peligro.


Un gesto mínimo… que prometía que los muertos vivientes hermosos nunca dejan de disfrutar y reclamar lo que aman. Clarimond entonces acaricio en el rostro con un dedo a su amada Carmilla


Mientras, abajo, los recién casados se fundían en abrazos, y los invitados vitoreaban el futuro de dos parejas que habían desafiado la revolución, el exilio y la tentación.


Y arriba, en las sombras, un presagio gótico quedaba suspendido como un perfume invisible.


Y mientras las campanas nupciales sonaban, el eco de ese futuro incierto se mezclaba con la certeza del deseo eterno.


FIN.





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